ATOLON DE ENIWETOK,
ISLAS MARSHALL, 1952
“Lo más maravilloso que puede experimentar el hombre es percibir el misterio”
Albert Einstein
1
El Sol brillaba tras el manto de nubes bajas. Una fina capa de sudor cubría el rostro de Carl Wessler y cada tanto una gota resbalaba por su nariz, distrayéndolo.
Le habían dicho lo del calor, pero no esperaba tanta humedad. La temperatura del Mar de 27 grados, constante a lo largo del año, provocaba un clima monótono, sin variación entre estaciones.
En la gran radio de la cantina sonaban Los Plateros, con “Your head on my shoulder” en frecuencia de onda corta de la BBC de Londres, la única estación occidental que se captaba en una latitud tan alejada. En días nublados se escuchaban emisoras de Hawai aunque la mayoría eran de las Filipinas que llegaban con extrañas cacofonías. Por la fuerte descarga de estática, solo se escuchaba algo de lo que el locutor hablaba con algunos acordes de melodías orientales.
Buscó los cigarrillos tanteándose los bolsillos del kimono de trabajo, manchado con grasa y polvo. Bajó de la galería, tapando con el codo la resolana que le hería los ojos. Siguió por el sendero de grava haciendo ruido con sus zapatos de punta de acero que protegían los dedos de las caídas de elementos industriales. Caminó unos metros por la playa bajo los rayos del Sol. Cuando se detuvo miró sobre la laguna en dirección a Elugelab. Una vez más trató de imaginarse como sería.
Ya había visto varias explosiones. Calculaba que estaba en el reducido grupo de personas que tenían el extraño privilegio de haber visto más tests nucleares en el mundo. A los treinta y cinco podía considerarse un veterano nuclear hecho y derecho.
Había estado en Alamogordo aquella noche de 1944 cuando explotó Trinity. La noche se había vuelto día en el más absoluto silencio. Una luz más blanca que la del Sol iluminaba por primera vez el mundo. Con la onda expansiva, llegó el calor a los rostros. Después en el campamento, la euforia. Estuvo en un refugio a solo unos metros de Oppenheimer, que tenía aún puestas las antiparras de protección para los ojos. Recordaba la explosión de júbilo cuando ingresaron por la calle principal de Los Álamos, a pocos metros de su mentor, el Jefe del Proyecto Manhattan, un hombre a quien estimaba. Una sombra de duda se cruzó por su rostro cuando pensó en él, lo estaban hostigando por negarse a trabajar en Mike. Movió la cabeza fastidiado y siguió con sus recuerdos.
Días después de Alamogordo, a medio mundo de distancia, había volado en un B29 snifador sobre Hiroshima. Media hora antes había pasado por allí la formación del Enola Gay piloteado por Paul Tibbets y su misión fue tomar muestras del debris fallout hongo atómico antes de que el viento lo dispersara. En el laboratorio lo analizaron e hicieron el cálculo radiológico de la potencia de Fat Man.
Años después había participado de series de tests menores. Estuvo cuando detonaron Baker[i], la primera explosión submarina. La onda expansiva había generado una ola gigante, un tsunami artificial que había barrido las islas vecinas
Individuos de distintas especies, representantes de los ecosistemas más disímiles fueron llevadas desde de varias partes del mundo para testear su resistencia a la radiación. Apilados en las bodegas de buques cercanos al Ground Zero, extrañamente tranquilos, esperaban pasar a mejor vida.
La Marina había comprado la mitad del stock de cinta cinematográfica existente en el mundo para filmar el Test, suponiendo acertadamente, que la imagen del agua de mar engullendo veinte barcos sería intimidante para adversarios potenciales o imaginarios.
Lo que nadie sabía era que los periodistas rusos que cubrían el evento eran informantes enviados por Lavrenti Beria. En 1949, atestiguarían que la explosión de Joe 1, el primer artefacto soviético fue similar a la que vieron unos años antes.
En cambio este experimento seria distinto. No habría corresponsales extranjeros cubriendo el evento, aunque sí un portentoso equipo de filmación de Los Álamos y un periodista del New York Times .
Ninguna de las explosiones que Carl había visto en su vida sería comparable con esta. Eso le quitaba el sueño. No había forma de imaginarla.
¾¡Va a ser enorme, por Dios!¾ dijo riendo en voz alta. El calor del mediodía se abrió como un abanico ante él. Caminaba por el sendero que llevaba hasta la playa desierta. Los hombres dormían siesta o jugaban a las cartas en las barracas. En el horizonte se recortaban las siluetas deformadas por el calor de los barcos anclados en la Laguna. Desde donde estaba veía los reflejos que dejaban en el agua los conmutadores en su trayecto entre las naves y las islas. Se abrieron las nubes y salió el Sol. El agua se tiñó de una coloración que iba del azul en las partes profundas al celeste en las playas, donde Carl vio con nitidez cardúmenes de colores nadando cerca de la superficie.
Disfrutando del panorama apoyó su espalda contra el tronco flexible y rugoso de una palmera. Protegido por la sombra de la copa prendió un cigarrillo y aspiró profundamente el humo del Kool Mentolado. Luego lo miró, calculando el tiempo que duraría. Estaba demasiado ansioso para dormir su siesta. El proyecto estaba avanzando, algunas de las ideas importantes eran suyas.
Era consciente de que algo podía salir mal, pero aún así trató de pensar en positivo. Habían hecho las ecuaciones teóricas al menos una docena de veces, tenían grupos independientes haciendo el cálculo de la combustión del deuterio. Buenos hombres a los que el trabajo de equipo les sacaba presión individual, haciéndolo todo más impersonal. El espíritu de cuerpo entre los miembros del equipo científico se daba por sobrentendido. También la protección mutua ante las agresiones de los militares de línea dura.
Mirando en dirección al extremo norte del atolón, Elugelab era invisible a sus ojos por la distancia. Pero Carl adivinó la pequeña isla con forma de espada, desprovista casi totalmente de vegetación que el grupo había elegido para vaporizar.
Era la más lejana a las dos más grandes, Parry y Eniwetok, donde la Fuerza de Tareas Conjunta Nº 132 había montado el campamento principal. Treinta kilómetros de agua de mar separaban a Carl del artefacto, al cual los técnicos llamaban afectuosamente baby. Igualmente disfrutó reconstruyendo en su memoria pieza por pieza los detalles de la creación colectiva que era el centro de su vida desde hacía un año.
Vista desde fuera Mike medía seis metros de alto por dos de ancho. Se asemejaba a una gran maquinaria industrial, pintada de gris metalizado, con tubos de instrumental de medición saliendo por los costados. Parecían brazos desplegados por un gigante de acero. Un gigante de metal que dormía de día y que de noche manejaba a los hombres. Haciéndolos soñar, inflamando sus egos, dándoles un sentido de trascendencia a sus vidas. Eran los pioneros, la vanguardia de la humanidad. Estaban construyendo bajo el Sol calcinante del Trópico, el primer artefacto termonuclear a gran escala de la historia. El arma que daría ventaja estratégica a Estados Unidos sobre su contendiente, la Unión Soviética.
Los ciudadanos americanos apenas sabían de la súper arma que había ordenado construir Truman. Sabían de Fat Man y Little Boy pero no entendían con la escasa información a la que tenían acceso y que no era clasificada, la energía que podía liberarse con el nuevo dispositivo.
Muchos habían llegado a la conclusión de que con la invención de la Bomba “A” sería innecesario construir nuevas armas. Su poder sería suficiente para derrotar cualquier contendiente. Pero con todo lo poderosas que eran, no alcanzaban para destruir totalmente ciudades gigantescas como Nueva York, Moscú o Londres. Si para dañarlas gravemente pero no para destruir toda la ciudad, con sus distritos, barrios y villas más alejadas. Para barrer completamente del mapa a Moscú se necesitaban al menos 6 bombas “A”.
Un crecimiento económico imparable alimentaba la fe ciega del pueblo en el sistema político. La gente creía en lo que le decían, no había razón para desconfiar. La nación estaba llamada a ocupar un lugar de privilegio en la constelación de naciones del mundo. La historia podía interpretarse de varias maneras, pero para muchos el Siglo XX sería el siglo del gran avance científico-tecnológico y del vertiginoso ascenso de Estados Unidos a la categoría de superpotencia.
Un rio de palabras agradables se escuchaban en aquellos tiempos en la nación que se había convertido en unos años en un gran imperio. En bares y restaurantes se hablaba en términos de health, strength, trust, self confidence, reliable, open minded, strongest, feeling, money, insurance, car, dog, house, mortgage, loan, family, church, charity, make it happen, do it, science, tecnology, success, business, kids and future.
Una época dorada para tener hijos, comprar una casa, iniciar un negocio. Los vientos del destino le guiñaban un ojo a esa parte de Europa transplantada en el Nuevo Mundo. El retoño había prendido fuerte en la tierra nueva de un continente descubierto por error cuatrocientos sesenta años antes. La gente pensaba en los nuevos artefactos del hogar: las primeras heladeras, los primeros televisores, las aspiradoras, las enormes radios. Los primeros artículos de un nuevo material, el plástico. Los fabricantes de automóviles competían con modelos cada vez mas grandes y lujosos. La publicidad machacaba insistente con mensajes para estimular el consumo, “All these new apliances to buy! Get a loan” .
América estaba al frente de la oleada de innovación que cambiaría al mundo. El americano era jovial, tenía confianza y hacía preguntas inocentes. El europeo de aquellos años que había sufrido la guerra en carne propia destilaba cierto cinismo. Con alegría, con fe, el tax payer americano años apoyaba incondicionalmente a las instituciones científicas.
Los Álamos gozaba del apoyo incondicional del país. El lugar mágico donde la ciencia y la tecnología se fusionaban para proteger un país insular, separado del resto por dos grandes océanos. Un país que pronto debería lidiar con un mundo cuya lógica desconocía. Una nación autoabsorvida por su compleja vida interna estaba llamada a ocupar un lugar de importancia en la arena del mundo. Un rol cuya complejidad muchos de sus dirigentes no parecían comprender.
Una de las cosas que más le gustaba a Carl del artefacto que estaba ayudando a construir era su aparente simplicidad física. Debajo de ella se encontraba una revolucionaria concepción técnica, que prescindía de todo lo conocido hasta entonces.
Las bombas tradicionales utilizában la compresión física de la materia. En Mike esta concepción había sido dejada de lado. No explicaba ni servía para nada. Para lograr la compresión Mike utilizaba la radiación de Rayos X. Una revolucionaria solución para 1952, a la que se había llegado a través de una serie de asociaciones inesperadas, frecuentes en la historia de los avances tecnológicos.
La fuente más común de energía conocida en la Tierra era la de la oxidación exotérmica de la materia, el fuego. Solo los neutrones exteriores cambiaban de forma mediante este proceso, pero el átomo seguía siendo el mismo. No se rompía en dos ni tampoco dos átomos se fusionaban en otro de menor masa total. Su carga electrónica permanecía básicamente inalterada. Había una gran diferencia entre la energía común y la energía nuclear en cualquiera de sus formas.
El hombre había tardado cientos de años en dominar el ciclo del fuego. Para controlarlo, reproducirlo a voluntad. Durante tiempo había luchado sangrientamente para controlar la tosca tecnología descubierta para la conservación del calor.
Siglos después, la aceleración tecnológica de la revolución industrial ponía a la especie humana en el umbral de una nueva frontera. Otro salto tecnológico de dimensiones comparables al descubrimiento del fuego. Al mismo tiempo el hombre se condenaba a sí mismo a sufrir todo tipo de tribulaciones: éticas, religiosas, de sentido común y por primera vez en la historia, de autosupervivencia como especie.
Un hangar protegía el equipo de las lluvias torrenciales que caían con frecuencia. El calor constante dificultaba el trabajo, los agotaba y a veces los ponía agresivos. Para aprovechar el fresco trabajaban de noche hasta el alba. Después se tiraban al mar, nadando bajo las estrellas, riendo de alivio como viejos amigos. El Test era la culminación de siete años de esfuerzo colectivo de once mil personas que trabajaban en el Laboratorio y en el se llevaban invertidos cientos de millones de dólares. Había expectativas, presiones, carreras enteras que se jugaban con el éxito o fracaso del baby. Hombres importantes de la política tenían puestas sus fichas en Mike. Para escapar de esas tensiones el equipo se quedaba hasta tarde en Elugelab. Cuando alguien llevaba una guitarra. se escuchaban voces masculinas cantando con alegría mientras trabajaban ajustando tuercas, colocando caños, conectando instrumental, chequeando válvulas.
En la noche cientos de lámparas los iluminaban, aislándolos en una isla de luz artificial. Los separaba de la oscuridad circundante del islote, a partir de energía eléctrica proveniente de poderosos generadores Diesel. Cuando trabajaban por las noches, el aire se cargaba para ellos de una rara magia envolvente. Una especie de energía que los hacía sentir vivos, más vivos que nunca.
En Los Álamos habían hecho un esquema a tamaño real del artefacto. Era tan grande que Marshall Holloway daba las indicaciones a los hombres que se desplazaban descalzos sobre el dibujo de cartulina subido a un balcón de varios metros de altura. La idea del dibujo había dado resultado. Los científicos trabajando en distintas partes de la máquina subían al balcón para preguntar ¿Qué es eso que está al lado de mi condensador? ¿Qué es aquello al lado de la bobina?
Muchas incompatibilidades de diseño se habían hecho evidentes, saltando a la luz a tiempo. De esa manera habían evitado hacer modificaciones estando en la isla con la fecha pisándoles los talones. Toda innovación que un grupo descentralizado introducía en el artefacto, era dibujada prolijamente por los técnicos. Como se habían dado cuenta después, era la única forma de mantener el control sobre un diseño complejo con distintos grupos trabajando simultáneamente en lo mismo. El dibujo les había ahorrado también el trabajo de reproducir las modificaciones con papel carbónico para distribuirlas después por todo el Laboratorio. Ahora en Elugelab los que habían trabajado días enteros en el dibujo, disfrutaban construyéndola en realidad. Sonriendo cuando cada pieza encajaba en el dispositivo real tal cual había encajado en el diagrama.
Estando en el islote los hombres dejaban para el campamento las rencillas que los dividían. Eran ingenieros, amantes de la tecnología que perdían la noción del tiempo al lado del baby. Estaban construyendo lo que para muchos sería el fierro. Otros asignados a experimentos menores no ocultaban su envidia por no poder participar del Proyecto y ser parte del equipo que pasaría, si todo marchaba bien, a los anaqueles de Historia.
Para los que estaban a cargo no dejaba de ser un trabajo de enorme responsabilidad. A pesar de lo duro que podía llegar a ser por la presión para ser exitosos, el trabajo tenía una magia, un hechizo difícil de entender para los de afuera. Hombres de la técnica que de otra manera hubieran tenido una existencia anónima estaban a punto de dar un paso que recordarían el resto sus vidas.
Cuando al amanecer salía el Sol los hombres de montaje que volvían en los rápidos conmutadores hasta Eniwetok y Parry. Caían rendidos en sus literas para volver a soñar con ella. Se había metido en sus vidas. Estaban embrujados por Mike. Ellos trabajaban en el montaje de su estructura. Ella trabajaba en sus mentes.
2
Carl estaba tirado en su cama mirando el cielorraso. El ventilador de techo removía en silencio el aire de la habitación. Era tarde. Se incorporó sobre un codo y tanteó la mesa de luz para buscar el paquete de Kool Mentolado. Encendió uno, aspirando una larga bocanada.
Afuera la noche estaba tranquila. La brisa nocturna se colaba por la ventana entreabierta procedente del Mar. Las cortinas de almidón blanco quedaban suspendidas, antes de volver a caer, para volver a subir. Dando vueltas en la cama, una vez más, repasó mentalmente los pasos que faltaban para terminar el montaje de Mike y comenzar los chequeos.
De repente, como un demoledor golpe físico, tomó conciencia de su propia soledad. Una soledad pegajosa como el calor húmedo que el ventilador de techo trataba de disipar. Estaba haciendo algo que ya no lo gratificaba, en completa soledad a miles de kilómetros de algún ser querido. Su vida se había ido vaciando gradualmente de contenido, convirtiéndose en algo triste, carente de sentido, de dirección. Había perdido las oportunidades para cambiar de vida y ahora consideraba que era demasiado tarde. Tenía treinta y cinco años, ya no era joven. Sus sueños de la juventud se habían evaporado. No había tenido la fuerza de torcer el rumbo de su vida. Había vendido lo más preciado de su vida; su tiempo por un puñado de dólares. Para gastarlos en cosas superfluas.
“¿Qué hice de mi vida?” pensaba, maldiciendo.
Sin embargo nunca como ahora sabía lo que quería hacer con su vida. El paso de los años además de las primeras canas le había dejado un profundo autoconocimiento. Sabía lo que tenía que hacer para ser feliz. Solo le faltaba la fuerza, la resolución para hacerlo.
Lo tentó una vez más la idea de tomarse unas cuantas cervezas. Emborracharse hasta la inconsciencia.
¾Puta madre¾ dijo parándose de un salto de la cama. Era fácil en una noche como esa caer en el autoreproche, en él porque no hizo tal cosa o tal otra, o en el que hubiera pasado si no hubiera movido de aquella manera. Los ojalá y los quizás estaban listos para salir al menor atisbo de autocompasión. No quería pensar en el pasado, pero volvía, siempre volvía. Había hecho mal un montón de cosas, “si pudiera volver atrás en el tiempo y corregir algunas” pensó. Creyó volverse loco, necesitó moverse, sublimar su frustración mediante el ejercicio físico haciendo flexiones de brazo en el piso.
¾¿Por qué la vida tiene que ser tan jodida?¾ dijo jadeando transpirado cuando terminó. Hacer ejercicio en momentos de angustia contra su voluntad no resolvía problemas, los relegaba a segundo plano. Se propuso hacer otra serie de quince flexiones. Se tiró al suelo, gritando de dolor pero desistió. Se paró ágilmente, furioso. Abrió la tela metálica del mosquitero de un patadón. Salió a la galería, sintiendo el chirrido del resorte al estirarse.
Afuera, en la noche tropical sintió el lejano sonido de las olas rompiendo en el arrecife. La refrescante brisa nocturna lo envolvió. Por suerte o por desgracia, ahora estaba allí, en la periferia del mundo. Caminó descalzo sobre la arena de la playa, que crujía fría bajo el cielo estrellado. La luna se reflejaba en la laguna. Podía ver las palmeras perdiéndose en la lejanía de la costa bajo la sorprendente claridad de la noche. Aspiró el aire nocturno, llenándose los pulmones, tratando de juntar resolución, voluntad. En la mañana habría trabajo, mucho trabajo. Al menos mantenía la cabeza ocupada durante el día, sin tiempo para reproches culposos.
No siempre había estado seguro de cual debía ser su rumbo.
Como tantos otros se había metido en Los Álamos cuando pensaba que era una causa justa desarrollar armamento nuclear. Los japoneses habían atacado a su país, que se sentía amenazado. Ahora se había convertido en rehén de su decisión anterior. Ya no quería trabajar más en allí. Pensaba que la misión había sido largamente cumplida. Que su vida se encaminaba hacia una dirección que no había buscado. ¿Qué les diría a sus hijos si llegaba a tenerlos? ¿Qué su padre había consagrado su vida entera a fabricar bombas? Se imaginaba sus preguntas inocentes pero inquisidoras, cargadas de sentido. ¿Para eso te convertiste en físico abuelo Carl?
Muchos se sacarían los ojos por tener el puesto que tenía. Pero ese sería el sueño de ellos. No el de Carl Wessler.
Tirado en su cama sonrió al recordar aquello de que “el camino hacia el infierno está empedrado de buenas intenciones”. Se había metido en la ciencia con la ilusión de emular a Galileo. Después se había desviado. Había terminado en un remoto atolón ensamblando una bomba gigantesca. Había perdido el rumbo. Quería reconectar con sus deseos más íntimos, que eran los que lo habían acercado a la ciencia.
De niño se había dado cuenta que trabajando con motores y mecanismos sencillos perdía la noción del tiempo. Tenía facilidad e intuición para comprender su funcionamiento. En la adolescencia había leído sobre los grandes hombres de la ciencia, Copérnico, Galileo, Newton. Habían cambiado el mundo en que vivían. Para ellos y para su posteridad, a veces trabajando en condiciones adversas.
En su juventud una visión romántica de la ciencia había sido su norte. ¿Por qué conformarse ahora con otro destino? Los hombres que hubiera querido imitar y por los que se había hecho físico, habían sido liberadores de la esclavitud de la ignorancia, de la superstición medieval, de la brutal opresión del no saber. La ciencia había sido por años para Carl el más digno de los trabajos, el más gratificante de los oficios.
Se había volcado a las ciencias duras, como la física con una íntima y ni siquiera clara para el mismo esperanza, de que la comprensión de las partes le ayudaría a comprender el universo como un todo. Como matemático era consciente del teorema que establecía que “el todo es la sumatoria de las partes” y de su preferido, extraído de los himnos vedas, las escrituras más antiguas, de 5000 años de antigüedad: “Así como es el microcosmos es el macrocosmos” Estos himnos antiquísimos contenían verdades cuya poder de síntesis y sentido común lo dejaban estupefacto.
Había visitado la India y visto la miseria en la que vivían sus habitantes. No se explicaba como hacían los yoguis para lograr un nivel de abstracción semejante en medio de una pobreza atroz. Se había convertido con el tiempo en un buscador de la verdad trascendente del ser humano. Como un alquimista de la edad media se preguntaba ¿Por qué estamos aquí? ¿Para qué? ¿Quiénes somos? ¿De donde venimos y hacia donde vamos?
Eran la clase de preguntas que reclamaban una respuesta. Como hombre de ciencia dedicaba su vida a develar la incógnita. Indagar el misterio, tratar de sondear lo insondable. Compensar la chatura de la vida diaria con saber atemporal, trascendente.
El motor que movía a Carl era la ambición de saber sin límite. La ilusión, la pretensión de omnipotencia, de querer saberlo todo, controlarlo todo. Ambición de trascender el tiempo y el espacio al que en virtud de las reglas del sentido común estaba confinado el cuerpo pero no la mente.
Si de verdad había algo verdaderamente ilimitado era la imaginación humana. Sentía que había algo raro en el mundo, no entendía que podía ser. Algo no encajaba bien, había un misterio en la creación. Aún las mentes más despiertas no podían precisar de que se trataba. Cuando trabajaba en ciencia sentía la inminencia de una revelación que nunca se producía. Einstein y muchos otros a través de los tiempos también lo habían percibido, experimentado.
Pero Carl raramente experimentaba ahora en el Laboratorio la magia y la sensación de misterio que lo había atraído de joven. Quizás había madurado. Tal vez los golpes de la vida le habían hecho comprender duramente que no había ninguna magia. Que la vida no tenía mas sentido que la existencia misma. “He perdido para siempre mi conexión con el misterio” pensó desalentado.
El mejor legado que una generación pasaba a la siguiente eran sus conocimientos. La mayoría de la gente escapaba a estos compromisos intelectuales, a estos abismos de la razón. A Carl, en cambio a esa búsqueda le daba sentido a su vida.
La ingeniería compartía los atributos básicos de toda ciencia. Pero le agregaba un componente físico, real, que podía tocarse, probarse, evaluarse en cuanto a su hermosura, simplicidad y eficiencia.
Él veía el proceso como una epopeya histórica. Un esfuerzo hercúleo en busca de un destino que habitaba en la imaginación de los grandes hombres. Galileo, Newton, Copernico, el mismo Einstein, gigantes por sí mismos, mentes privilegiadas capaces de iluminar con su haz de luz la noche circundante.
Los tipos como Carl tenían un horizonte más modesto, mas anónimo. Eran los implementadores, los realizadores, los que llevaban a la práctica lo que otros habían soñado o imaginado, como enanos parados en los hombros de gigantes. Eso no quitaba que en cierto sentido llegaran aún más alto que ellos, porque eran los que recorrían los últimos metros, los que hacían el aporte final, los que convertían la teoría en realidad.
Se veía como un microbio estudiando la manera de llegar a una síntesis de conocimiento que le diera un lugar en la historia de la ciencia. Si detrás de la vida había una verdad, un misterio, a través de la física que él contribuiría a resolver el misterio. Un año atrás había pensado que una forma de empezar a resolverlo era diseñando un artefacto capaz de realizar lo que Dios o la Naturaleza había encomendado a las estrellas.
Pero al igual que Robert Oppenheimer, creía íntimamente que después de Hiroshima no era justificado el desarrollo de armas más poderosas. La competencia interna del Laboratorio, el miedo a perder lo ganado, el temor a ser destruido en vida como lo estaba siendo Oppie le quitaban decisión de renunciar a su puesto.
Ni con alcohol, comida, o masturbación podía olvidarse de su sueño. Llegaba inevitablemente por distintos caminos a lo mismo. Le molestaba estar construyendo armas cuando lo que él había soñado toda la vida era construir nuevos medios de transporte, máquinas que facilitaran la vida del hombre. Su sueño más profundo, el que casi nunca se había animado a confesar era el de fabricar un cohetes para viajar al espacio.
¾Conserva tu trabajo. Afuera morirás de hambre¾ le había dicho su madre. Palabras mas, palabras menos todos le habían dicho lo mismo. No hubo un solo conocido suyo que lo apoyara en su idea de dejar Los Álamos para dedicarse a la astronáutica.
Existía la posibilidad de que no hubiera proyectos interesantes que requirieran gente. El riesgo de quedarse desempleado durante largo tiempo. Se había metido en la hipoteca de una casa en Albuquerque, que requería un depósito todos los meses y que podía vender perdiendo el dinero invertido en escrituras, albañiles, constructores, seguramente habría candidatos para comprarla. No se lo había planteado seriamente hasta ahora, que su nivel de fastidio le obligaba a hacer un replanteo general de su vida. Se había quedado a trabajar tentado por la comodidad de un buen salario. Durante su juventud había sufrido el drama del desempleo y no quería volver a pasar por ese trago amargo. Pero ahora no sabía como zafarse. Si renunciaba además de quedarse sin dinero, cabía la posibilidad de que lo acusaran de comunista por negarse a trabajar en el proyecto, tal como le había ocurrido a Oppie. Estaba en un callejón sin salida. Sabía no podía irse ahora. Pero tampoco soportaba la idea de quedarse un día más trabajando allí.
El sueño tardaba en llegar y el calor no ayudaba a dormir. Carl dio otra vuelta en la cama antes de seguir con sus pensamientos. Por su posición privilegiada dentro del staff había podido leer papers clasificados que le ponían la piel de gallina. En ellos el Jefe de la Fuerza Aérea Americana Curtiss LeMay, proponía la posibilidad de lanzar un “Sunday Punch” contra la Unión Soviética. En un día de domingo lanzarles 700 bombas atómicas hasta reducir el país a las cenizas. Parecía increíble pero el tipo tenía llegada a la Casa Blanca. De hecho era uno de los asesores de más peso del mismísimo Presidente de los Estados Unidos. El paper alertaba de que de lanzarse tal ataque debía hacerse cuanto antes. Cada mes que transcurría los americanos perderían ventaja estratégica frente a los soviéticos, que estaban fabricando sus propias bombas. LeMay sabía que a aún teniéndolas los rusos no tendrían durante un buen tiempo medios para lanzar un ataque masivo como reprimenda. Aprovechando ese desequilibrio América debía embarcarse en un ataque preventivo que le diera el dominio del mundo.
Ningún objetivo terrestre estaría fuera del alcance de sus poderosos C34. O del B52, la primera fortaleza volante capaz de viajar 12.000 kilómetros sin reabastecerse para soltar diez toneladas de bombas sobre un objetivo ubicado en cualquier parte del mundo. LeMay se había enamorado del proyecto dando luz verde. La fabricante de aviones Boeing estaba de parabienes, los contratos con el Pentágono eran muy lucrativos.
El razonamiento del militar era sencillo. Los imperios de la antiguedad habían sido derrotados por otros que se habían vuelto más poderosos fuera de sus fronteras. Pero si América tomaba las riendas del mundo de una manera agresiva podría haber sufrimiento inicial, como precio de la Pax Romana que se instauraría bajo su paraguas protector. Vidas que se ahorrarían más adelante con la ausencia total de guerras. Ningún país, ni siquiera sus enemigos más tradicionales serían capaces de desafiar el opresivo poderío de fortalezas volantes que podían en 12 horas obliterar un país. Sería el primer imperio de alcance netamente global. Mike les daría aún más ventaja a los halcones en su intento de que el presidente ordenara un ataque preventivo.
Carl se revolcó en la cama preocupado mirando girar a las aspas del ventilador de techo que colgaba del cielorraso de madera ordinaria. ¿Cómo salvar a los hombres del arma que estaba ayudando a diseñar? ¿Cómo evitar que Curtiss LeMay se hiciese de la bomba y atacase la Unión Soviética? ¿Cómo alejar la tentación del Sunday Punch apoyado en la superioridad de la Bomba H? ¿Cómo salvarse de la frustración por no haber modificado el rumbo de su vida? ¿Cómo no terminar como Oppie?
Agobiado por preguntas sin respuestas Carl pasó toda la noche sin poder conciliar el sueño. Escuchando el sonido del mar. Anhelando aunque sea por un momento liberarse de la presión y la ansiedad que lo carcomían.
El Grupo Panda tenía el encargo de construir Mike. Conformado desde sus orígenes por Carl Wessler, Carson Mark y Marshall Holloway trabajaba muy unido. Desde que el último los había seleccionado de entre el personal del Laboratorio un año atrás se habían visto todos los días, incluidos los fines de semana. La posibilidad de hacer ciencia pura los había llevado desde la universidad hasta Nuevo Méjico .
El grupo provenía de Princeton. Eran discípulos que habían seguido al profesor Robert Oppenheimer. Un hombre que parecía estar siempre al borde de un ataque de nervios, que no dejaba nunca de fumar ni pensar a una velocidad extraordinaria. Carl Wessler y el resto de sus allegados lo habían acompañado cuando Grooves lo convocó en 1942. Dejando puestos de profesores universitarios se habían confinado en un solitario predio de Nuevo Méjico, con límites fuertemente vigilados a toda hora. Habían cambiado el campus de Princeton, con sus diversiones por algo completamente distinto, aunque no por ello menos apasionante. De las salidas a escondidas con estudiantes del sexo femenino, habían pasado a lidiar con los oficiales de la Policía Militar, que censuraban su correspondencia. Desde allí no podían mencionar a sus familias la naturaleza de su trabajo. Como toda dirección tenían que indicar “Apartado Postal Especial – Santa Fe, NM”.
No obstante lo que la seguridad militar había significado para los recién llegados, ninguno había desertado en ese momento. Tranquilos por la lealtad que sentían por el líder del grupo, al que llamaban cariñosamente “Oppie”.
En aquel entonces participaban del proyecto que el país reclamaba de la ciencia. Sentían la responsabilidad de proveer la bomba que terminaría con las guerras que habían enfrentado a la especie humana, haciendo sus consecuencias muy costosas. Ya habían obtenido una victoria importante. Habían proporcionado el arma que le había dado el golpe final a Japón y se los respetaba por ello. Muchos pensaban que a partir de Hiroshima no habría país dispuesto a enfrentar a Estados Unidos.
Sin embargo, siete años después del día en que en la cubierta del Missouri los japoneses se habían rendido incondicionalmente, había un desafio al poderío de la nación americana.
Un país manejado por un déspota estaba extendiendo su influencia en el mundo. Con el bloqueo de Berlín había comenzado la mutua desconfianza con la Unión Soviética. Un día como cualquier otro de 1949, antes de lo que muchos pensaban, se había acabado el monopolio atómico de Estados Unidos. Stalin había probado con éxito su propio artefacto nuclear.
Para los pacifistas que eran legión, se había desperdiciado una oportunidad histórica. Un acuerdo internacional que patrocinado por Estados Unidos en el marco de las recién creadas Naciones Unidas, prohibiera para siempre la fabricación de armas nucleares. Los que habían abierto el camino, como Oppenheimer, Einstein y Szilard estaban en el grupo. La idea era que el país se desprendiera voluntariamente de sus bombas. De ahí en más, en virtud del acuerdo internacional ninguna nación podría intentar el dominio de la tecnología so pena de incurrir en una flagrante infracción al derecho internacional.
Oppie se lo había propuesto a Truman después de la guerra. Pero no lo había escuchado. En un suceso que había sido el comentario de Washington por semanas, el científico, torturado por la imagen de los niños heridos en Hiroshima y Nagasaki se había presentado en el despacho del Presidente.
¾¿No se da cuenta que tenemos las manos manchadas de sangre?.
Oppie lo miró fijo con sus ojos celestes bien abiertos y las gruesas cejas arqueadas. El hombre de anteojos que estaba sentado con las piernas cruzadas tras el escritorio lo estudió silencioso, sin asentir ni hablar, fumando su pipa. Pasó un rato hasta que habló lentamente, con aplomo, sopesando cuidadosamente las palabras.
¾En todo caso el que tiene las manos manchadas de sangre soy yo. No usted.
Después de esa reunión había comenzado el declive de un hombre que había sido pocos meses antes tapa de Time con el título “El más inteligente”. La línea dura pediría su destitución como asesor del gobierno en temas nucleares. Un Comité presidido por el senador McArthy estudiaría con detenimiento sus conexiones con miembros del Partido Comunista Norteamericano, del cual habían sido miembros su esposa y su hermano. Su suerte ya estaba echada. La maquinaria anticomunista le había puesto la mira.
El peligroso juego que había jugado Oppie al aceptar el encargo de Grooves con la esperanza no tan secreta de usar la guerra para hacer progresar la ciencia estaba por cobrárselo como primera víctima. Muy pronto los halcones de Washington le demostrarían al grupo de Los Álamos su error de cálculo. Y lo dispuestos que estaban a sacrificarlos en aras de usar la ciencia solo como medio para ganar la guerra.
Los rusos no habían declarado oficialmente poseer la bomba. Pero mediciones de rutina de un B29 snifador en la Península de Kamchatka indicaron en 1949 un registro inusual. Analizando la información en el Laboratorio Tracelab de Berkeley, los científicos fueron capaces de precisar con elegancia el día, la hora, el lugar de la primera explosión atómica soviética: el 29 de Agosto de 1949 a las 6:00 AM hora de Semipalatinsk. La información de inteligencia posterior confirmó todos los datos. La bomba soviética se esperaba en el mejor de los casos para 1951 o 1952. Se habían adelantado dos años. La lectura que de ello se hizo en Estados Unidos fue que estarían ya trabajando en la misma dirección que el Grupo Panda; buscando la superbomba.
Obtener combustión termonuclear a partir de la fisión era una posibilidad evidente para cualquier técnico capaz. Existía una brecha entre la posibilidad teórica y el dispositivo real. Pero la presión constante de perder la vida sería suficiente para persuadir a cualquiera en el equipo soviético de la urgente necesidad de ponerse a trabajar. Lavrenti Beria no admitía excusas en su equipo de científicos seleccionados entre los mejores promedios de las academias de ciencias de la Unión.
El Jefe de la NKVD, mano derecha de Stalin había puesto todo el poderío del estado al servicio del equipo de científicos que dirigía Igor Kurchatov. Cabía la posibilidad de que los rusos estuvieran aún más avanzados. No se podía penetrar la valla de silencio que imponía el terror sobre la sociedad para obtener información de inteligencia confiable acerca de sus progresos. Tenían eminencias en el campo de la ciencia como el viejo Peter Kapitza, que había sido profesor de Edward Teller y Leo Szilard. Podían lograrlo, tenían los científicos y la decisión implacable de Stalin de sumarse a la carrera. Se habían acercado, había que sacar ventaja nuevamente. Como sea y al costo que fuera.
La guerra había concentrado en Nuevo México la masa crítica de talento necesaria para producir una revolución científica. Hombres motivados por la presión de la competencia le habían arrancado secretos al átomo. La guerra más cruenta había provocado una carrera tecnológica sin precedentes. El desafío era que los avances logrados en el campo de la fisión nuclear llegaran a la industria civil, lo que podría liberar al hombre de la necesidad de trabajar para obtener energía que podía sacarse de unos pocos kilogramos de material fisionable.
En vez de aprovechar eso, los hombres de Los Álamos tenían el encargo de recrear lo que ocurría en el interior de las estrellas. Allí, las monstruosas presiones gravitacionales producían el fenómeno conocido como combustión termonuclear.
Durante la serie de tests Greenhouse el año anterior habían fusionado 28 gramos de deuterio y habían otenido el doble de potencia que la bomba de Hiroshima, que pesaba cinco toneladas. La explosión había dejado un cráter azul en el lecho marino, donde antes estaba la pequeña isla de Eleleron, al Norte del atolón.
A partir de allí los ingenieros se lanzaron a mejorar el diseño físico del artefacto para que más y más deuterio fusionase. No era una tarea fácil, pero ahora la configuración Teller-Ulam contaba con el respaldo del cuerpo de ingenieros. Los cálculos demostraban, al menos prima facie, que reproducir al Sol en la Tierra era una tarea dificil. Pero posible.
Destilado del agua de Mar cada gramo de deuterio podía liberar una energía equivalente a 150 toneladas de TNT. Era cien millones de veces más explosivo que el químico más potente. Doce kilos de deuterio equivaldrían a un megatón -un millón de toneladas de TNT-, y un metro cúbico, a 10 megatones.
Cuando recordaba esos números estando en uno de sus días buenos Carl quería pensar que estaba ayudando a lograr la evolución que algún día liberaría al hombre de la dependencia energética. Pero íntimamente sabía que no era así.
El dispositivo tenía un fin militar. No era susceptible de ningún uso civil. En teoría parte de los conocimientos sobre fusión podían usarse para construir un reactor que produjese energía.
¾Tan barata que no valdría la pena medir los kilovatios/hora producidos¾ solía decir Marshall Holloway cuando bebían en la cantina.
¾Una cantidad increíble de energía, directamente del mar¾ decía Enrico Fermi en el Auditorio de la Universidad de Chicago.
La idea del italiano daba vueltas en la cabeza de Carl. Recordaba permanentemente lo que había escrito Verne, “si un hombre imagina una cosa, otro lo hará realidad”. Ya se había demostrado en la práctica la factibilidad de obtener energía de la fusión del deuterio. Dos átomos de deuterio fusionaban produciendo uno de helio, más liviano. La diferencia de peso atómico se transformaba en energía.
La fusión nuclear no tenía los inconvenientes de la fisión. No producía radioactividad ni requería materiales como el plutonio. Su materia prima era el elemento más abundante de la tierra: el agua. Mediante electrólisis, podían separarse los átomos del hidrógeno del oxígeno. Pero los átomos naturalmente se repelían entre sí. Dificultando el fenómeno, volviéndolo una excepción en la naturaleza. Una rara avis lograda solo en las estrellas, donde la presión generaba una enorme temperatura.
Para lograr la fusión había un solo camino: inyectar una energía calórica similar a la del núcleo del Sol, para vencer las fuerzas que mantenían los átomos unidos a sus electrones. Solo era posible de lograr esta temperatura mediante una bomba de fisión que producía unos 100 millones de grados centígrados, cuatro veces más caliente que lo necesario. Así la fisión y la fusión se convertían en dos procesos inseparables. Uno no podía lograrse sin el otro.
Como el Creador que en siete días creó el Universo, el equipo de Holloway en un mes montó el dispositivo que en una fracción de segundo crearía cada elemento conocido. Podría ser, como sus detractores imaginaban, la recreación del Apocalipsis. O como algunos otros en el equipo pensaban, la imitación humana del Sol. A fin de cuentas seria similar.
Estaban trabajando concentrados como nunca en su tarea. Habían terminado de ajustar los últimos bulones, tuercas y tornillos. No había tiempo que perder, la cuenta regresiva había comenzado y en las islas aledañas a Eniwetok se instalaban instrumentos medidores de radiación. Los tanques de deuterio habían sido llenados, el primario colocado en su lugar. Solo restaba chequear el instrumental de medición para agregar el componente más inestable, el tritio. Mike llevaba unos pocos gramos como catalizador de toda la reacción. El material increíblemente caro se obtenía irradiando los átomos del deuterio con neutrones a fin de aumentar la masa atómica. Esto requería enorme energía. De ahí su costo exorbitante que superaba largamente al del oro puro.
Cuando los técnicos hicieron los cálculos preliminares de potencia de la Super se dieron cuenta que ni el desierto de Alamogordo ni el sitio de pruebas de Nevada, cerca de Las Vegas eran lugares adecuados para un Test de las dimensiones que podría tener Mike.
Con una potencia del orden del Megatón era una locura intentar probarla en el territorio continental de los Estados Unidos. La onda expansiva de la explosión sería por si sola capaz de barrer con toda forma de vida en kilómetros a la redonda. Dejando un cráter donde antes había una ciudad. La palabra que mejor describía el resultado era obliteración. Se había puesto de moda entre los científicos, que la tenían de muletilla. Mike podía levantar millones de toneladas de polvo radioactivo, enviándolos a la atmósfera, la troposfera, la estratosfera. De allí podían distribuirse en miles de kilómetros cuadrados, mientras decantaban lentamente por su peso específico mayor que el del aire, en el proceso conocido como debris fallout.
Las micropartículas de polvo, con los 200 subproductos de la explosión podían caer sobre áreas pobladas provocando un desastre radiológico de dimensiones. En un país que todavía no conocía en profundidad el peligro de la radioactividad, algo políticamente insoportable para la Administración Truman. Los hombres del gobierno se preguntaron preocupados ¿Donde testear semejante bomba? ¿Qué lugar del mundo podría ser apto para un uso tan particular?
Después de la Operación Crossroads en Bikini, en el Pentágono pensaron que ese atolón, junto con Eniwetok, podía cumplir con la función a la perfección. Eran los más alejados de un grupo ya de por sí alejado de las principales rutas marítimas comerciales. A nadie le importaban, nadie había sentido nombrar esas exóticas tierras perdidas en la inmensidad del mar. Bikini y Eniwetok paracían lugares soporíferos y de fantasía, apropiados para ir a protegerse del fin del mundo. O quizás para comenzarlo.
Pero destinados al anonimato perpetuo, los atolones tendrían una repentina publicidad. Por obra de la casualidad, un diseñador francés había inventado una prenda de dos piezas en la sofisticación de París. La había bautizado “bikini” inspirado en una noticia que había leído en Le Monde, acerca del nuevo sitio de pruebas de Estados Unidos. La prenda estaba haciendo furor en los balnearios europeos de moda. Saint Tropez, Niza, Mónaco, estaban siendo invadidas por grupos de mujeres vestidas con las escandalosas bikinis. Lo último que hubieran imaginado los burócratas del Pentágono se estaba haciendo realidad. Nadie hablaba de otra cosa que del “bikini”. El grupo de hombres que había participado en la decisión de elegir la isla por ser desconocida para el común de los occidentales no salía de su asombro. Ahora el nombre de la isla olvidada daba vueltas al mundo.
Los cálculos de la computadora gigante de Von Newman indicaban que la potencia de la super podría rondar entre quinientas y mil veces la de la precursora de Hiroshima. MANIAC[ii] había tardado varias semanas en procesar toda la información. Finalmente dio su veredicto, atendida por un ejército de técnicos. Con sus miles de piezas mecánicas finalmente había pronunciado una estimación aproximada. Para calcular la energía que generaría el deuterio al fusionar, la máquina debía ser cargada con parámetros confiables, validados. Algo de lo que no disponían los hombres de Von Newman que operaban la computadora.
Para los científicos de la Universidad de Stanford, aquello había constituido un éxito. El día en que lograron que ninguna mariposa tapase sus válvulas, el gigantesco aparato imprimió la larga lista de papel. Eran cálculos que un matemático hubiera tardado años en realizar y muchos más en verificar. La primera computadora del mundo había cumplido su primera misión. Calcular la potencia de la primera Bomba H.
3
Carson Mark, el miembro estrella del Grupo Panda y Carl hablaban en las sombras. La noche había caído sobre Elugelab. El silencio se interrumpía esporádicamente por los generadores eléctricos que se encendían para alimentar los compresores que mantenían refrigerado el dispositivo. Ellos lo oían a lo lejos en la parte trasera de un Jeep verde oliva, sentados en los guardabarros tomando cerveza, mirando a Mike.
Mientras tomaban el fresco de la noche observaban extenuados el objeto de sus desvelos, descansando de las fatigas y del calor del día. Cada tanto sentían la necesidad de tomar distancia, como un pintor que de a ratos se aleja del lienzo para tomar perspectiva de su trabajo.
Iluminada en la noche, vista desde la oscuridad, se asemejaba a un gigantesco organismo viviente en estado de reposo. Los motores eléctricos que se encendían automáticamente sin intervención humana, los generadores, los tableros de control con luces naranjas titilando en la noche creaban la ilusión de que había cobrado vida propia. Parecía respirar inmóvil agazapada en su lugar, firmemente abulonada al suelo.
Los carteles de prohibido fumar se veían claramente en la noche, con los caracteres más visibles rezaban por todos lados Danger, No Smoking.
Carl los había diseñado. Participando de la decisión de no permitir fumar cerca del artefacto. No había sido una decisión fácil ni para él ni para muchos otros fumadores conspicuos que no podrían despuntar el vicio durante horas, a menos que se alejaran del lugar. A la luz de lo hechos posteriores la prohibición había sido una bendición. Les permitía alejarse y tomar un respiro de lo que estaban haciendo. Para hacerlo debían ubicarse a sotavento de la estructura evitando el peligro de que la ceniza causara un incendio.
Cuando un compresor se encendía, la estructura vibraba con los motores eléctricos que no dejaban subir la temperatura del deuterio, creando un entorno criogénico.
Había tubos llenos de gas, rollos de polietileno desperdigados alrededor de la estructura principal, que tenía una altura intimidante.
¾Creo que esa cosa vive Carson.
¾Es como un animal que hemos ido creando paso a paso.
¾Estoy hipnotizado por la bomba.
¾Yo a veces sueño con ella¾ dijo Carl.
Los soldados de guardia, sentados alrededor de la única caseta de vigilancia del islote los observaban. La mutua desconfianza entre personal militar y científico era fuente de continua diversión. Holloway había pedido al Comandante que desarmara a sus hombres en el islote donde se levantaba la estructura. Eran infantes de marina sin experiencia y un tiro disparado por error podía provocar una explosión en un tanque de deuterio. Después de todo ¿Quién iba a invadir una islita perdida en la inmensidad del Pacífico?
Elugelab era una estéril lengua de tierra, alejada miles de kilómetros de las principales rutas marítimas comerciales, sin valor estratégico alguno.
Los militares observaban a la pareja de científicos que bebía con una mezcla de sentimientos. Por un lado resentimiento por saberse excluidos del grupo, mezclado con fascinación hacia su capacidad de proyectar. No entendían para qué servían tantos planos, caños, manómetros, compresores. Ellos transitaban una vida tediosa, llena de formalismos improductivos. Los científicos eran un grupo tradicionalmente cuestionador de las órdenes de la superioridad, no encajaban en la definición del americano medio, que pagaba sus impuestos creyendo en la clase gobernante.
Carl y su amigo miraban a los soldados que mascullaban algo inteligible a lo lejos, en la noche, jugando a los naipes. Ellos disfrutaban de su charla y dos cervezas heladas recién abiertas los esperaban.
¾¿Has leido a Krishnarmurti?
¾Sí.
¾¿Viste lo que dice sobre la profesión militar?¾ Carl fue hasta una mochila de género, de donde sacó un libro que había estado marcando.
¾Que no es un recto medio de vida. Que contribuye a la generación de conflicto.
¾¿Qué te parece?
¾Cierto nivel de conflicto es inevitable. No somos tan evolucionados.
¾Si cambiamos interiormente el mundo sería otro. Cambiando nuestra mente cambiaríamos el mundo.
¾En la práctica es imposible. Lo sabes.
¾Solo fantaseaba.
¾No estás conformado al mundo. Vives con tu propia ilusión de lo que debería ser. Tienes que mirar lo que es, lo real, descubrirlo por medio de la inteligencia. Lo cual te falta amigo. Trabaja, esfuérzate, ten coraje, veras que las contradicciones aparentes del mundo son eso, aparentes. El mundo es como debe ser: despiadado, cruel, generoso, implacable, bello y horrible, con luces y sombras, así como es debe ser. Ese es uno de los postulados más claros de los Vedas y Upanishads, la antigua sabiduría hindú.
Carl asintió con la cabeza en la oscuridad, silencioso. El otro tenía razón. Se paró, alejándose a orinar hacia las pocas palmeras que no habían sido taladas en Elugelab. Una vez que dejó atrás el enceguecedor arsenal lumínico del hangar que rodeaba a Mike, el islote tomó gradualmente forma en sus ojos, que se acostumbraron a la cerrada oscuridad de la noche. Mientras elegía el mejor lugar y la mejor dirección, abrió apurado los botones de su pantalón, extrajo su miembro, temblando ante el contacto del aire marítimo. Estremeciéndose de placer, giró su cara hacia arriba para mirar un fragmento del firmamento plagado de estrellas.
Después eructó con potencia. La noche le devolvió el silencio, con el ruido de grillos, el rumor de las olas. Miró el reloj recordando que era tarde, que el próximo seria un día largo, muy largo.
A veces lo afectaba la soledad pero no había encontrado mujer que lo apoyase en lo que quería hacer. Las que había conocido se escandalizaban cuando lo escuchaban hablar de abandonar el Laboratorio. Todo el mundo quería entrar y el se quería ir. Inexplicable. ¿Para qué dejar la comodidad tomando tantos riesgos? El les hacía caso. Se quedaba trabajando en el Laboratorio. Pero después venía el hastío, las rupturas. Las mujeres eran para Carl compañeras con las que pasar un rato agradable. O vivificantes retozos en su cama, desnudos, disfrutando del contacto piel con piel. Nada más. “Las mujeres jamás me comprenderán” pensaba. Tenía miedo de haber dejado pasar las oportunidades de formar pareja. Ya no era joven. Por primera vez veía algunas canas en el espejo al afeitarse por las mañanas.
Añoraba su etapa de Profesor de Física en Princeton, las estudiantes se dejaban seducir. La mayoría de las veces tenía alguien para compartir su cama. Ahora bajo el calor del Trópico debía resignarse a una dolorosa abstinencia.
Carl y sus hombres estaban cómodos en el atolón. Les gustaban sus playas, las palmeras, la calidez de la población nativa. Un lugar apartado, tranquilo para la hercúlea tarea que tenían por delante. No obstante una creciente tensión se percibía en el equipo técnico cargo del montaje de Mike. Estaban por llenar los tanques con deuterio y un error en la manipulación los podía hacer volar.
Aquella mañana continuaron con el acarreo, bajando piezas desde el barco anclado en la laguna cuidando que la cadena de frío no se cortase en ningún momento. El deuterio debía mantenerse líquido a una temperatura cercana al cero absoluto. Si se elevaba, se gasificaba haciéndo estallar las paredes térmicas.
Los tráilers que transportaban los tanques se hundían en el suelo arenoso de la playa. Los hombres colocaban troncos de palmeras debajo de las ruedas, un trabajo lento aunque solo eran unos cientos de metros desde la orilla hasta el centro de Elugelab, donde estaba previsto detonar el dispositivo. Al mediodía interrumpieron el trabajo para almorzar. Una tradición en la isla que nadie se atrevía a cambiar, los almuerzos se traían de la isla principal, con platos elaborados por un cocinero con los mejores ingredientes. El cuerpo científico tenía su propio chef al igual que servicio de lavandería exclusivo.
Al cuerpo militar les servían las comidas de rutina a bordo de los más de 40 buques que había en las inmediaciones del atolón. A los científicos les habían asignado las únicas barracas de material disponible, que aún así dejaban que desear. Estos privilegios irritaban a la mayoría de militares. Pero su función era cuidar que todo saliera bien brindando protección para la realización del experimento. No tenían jurisdicción sobre el cuerpo científico, que dependía de la AEC y que a su vez reportaba directamente al Presidente.
Los miembros de los cuerpos militar y científico se miraban con un recelo impropio de un grupo humano encaminado en pos de un objetivo común. Algo había ocurrido en el pasado. Los secretos nucleares de Estados Unidos habían dejado de ser secretos. Algunos científicos habían pasado información al enemigo. Ahora 9000 militares rondaban por un remoto atolón para evitar que ello ocurriera nuevamente. Estaban dispuestos a todo con tal de conservar el secreto que les daría ventaja militar. Y como pensaban lograrlo no era ningún secreto.
Cuando terminó de hacer sobremesa Carl salió del comedor como habitualmente lo hacía. Bostezando caminó hacía su barraca, en la parte más alejada del campamento.
Cuando llegó llovía una fina llovizna. Tomó un libro de la biblioteca, tirándose a leer en la cama. La física, la rama del conocimiento amplia, variada lo había atrapado desde que era un adolescente. El grueso libro era un compendio de física de los gases. Abrió una pagina al azar leyendo sobre el principio del aumento de temperatura relacionado con el aumento de la presión. Escrito pocos años antes, el libro había quedado prontamente desactualizado. Desde la última guerra, Los Álamos había llevado las fronteras de la ciencia un poco mas allá. Y el había sido partícipe de toda esa transformación.
Alguien tocó la puerta. Al abrir sin ganas, vio a Carson Mark, que lo esperaba ansioso del otro lado. Los nativos habían pescado un tiburón de dos metros en el arrecife, que atacaba una manta raya en el fondo. Un espectáculo violento, bien visible a través del agua transparente. Carl lo había presenciado en otras oportunidades. Ahora Carson no sabía que hacer con él y Carl tuvo una idea.
¾Vamos a ponérselo al jefe en su cama. Para recordarle que tiene que tener sentido del humor¾ dijo risueño.
Entre los dos levantaron el escualo para llevarlo con ayuda de dos nativos hasta la cabaña que ocupaba Holloway. La piel escamosa que resbalaba de sus manos, sumado al peso del animal, los hacía gritar, riendo como viejos amigos. Comprobaron que la puerta de la barraca estuviera abierta, como era costumbre en la isla y entraron en la habitación. Sacaron la manta que cubría la cama, pusieron el tiburón que todavía chorreaba agua de mar debajo de ella y lo taparon.
Desde la puerta daba la engañosa impresión de que una persona yacía dormida debajo del cubrecama. Conteniendo la risa salieron de la barraca sin que los vieran. Jugarle una broma al Jefe era un lujo que podían darse los ingenieros, los dos más importantes del equipo después del Jefe mismo. Nadie se metería con ellos, a menos que ese alguien tuviera un poder mayor. Cuando se dirigieron a sus cabañas, vieron que algunos hombres miraban en dirección al mar. Preguntaron que ocurría. “Allí viene el Estes con el Comandante, los congresistas, los periodistas” les contestaron. Callados vieron como la silueta de un gran navío de guerra viraba para fondear en la rada de la laguna. Carson se unió al grupo que observaba el acercamiento. Carl hizo un gesto despectivo con la mano alejándose.
¾¿No te quedas a ver al Jefe Militar?¾ Carson lo miró divertido de costado.
¾Tengo algo más importante que hacer. Ir al baño¾ dijo sonriendo mientras se caminaba por el sendero que se abría serpenteante entre las palmeras.
4
Eniwetok aparecería en unas horas en el horizonte. El Comandante Jason Rappaport dejó el timón en las manos de su primer oficial. Dio las órdenes del rumbo, paseó un rato por el puente para bajar finalmente a su camarote. Observó al pasar el aire límpido de la mañana, el mar estaba calmo y podían desarrollar buena velocidad. Aspiró profundamente mientras veía a sus hombres manejarse con diligencia en las maniobras de cubierta. Para él la eficiencia era sinónimo de lealtad, era el único patrón con que calificaba a sus subordinados.
Le habían encargado su misión más importante: ser Comandante Militar del Atolón de Eniwetok, el sitio donde se testearía el nuevo dispositivo termonuclear. Una misión delicada donde estaría encargado de mantener la seguridad en un país sensibilizado por un escándalo de espionaje del cual no se tenía memoria.
La comunidad científica estaba bajo la línea de fuego. Algunos de sus miembros habían colaborado con Stalin que había podido construir en 1949 una copia exacta de Fat Man. Habían sentenciado a muerte al matrimonio Rosemberg por pasar información a un residente de la NKVD. En Inglaterra habían condenado a otros científicos por la misma razón, entre ellos a Klaus Fuchs, que había estado en Los Álamos bajo las órdenes de Oppenheimer.
Jason debía cerciorarse que la Policía Militar cumpliera con su cometido. Vigilar a todos y cada uno de los que trabajaban en ese momento en el Atolón.
Estaban por dar un paso en la carrera contra los comunistas. Si tenía éxito un grupo de Los Álamos, la primera Bomba H del mundo vería la luz en la isla bajo su mando. Dejaría insignificantes en perspectiva a las primeras bombas “A”. Si todo marchaba bien podría seriamente plantearse alcanzar su sueño más anhelado, cumplir la promesa que había hecho ante la tumba de su padre, enterrado en la granja familiar: llegar a Washington DC por la puerta grande.
Un subordinado golpeó la puerta del camarote sacándolo de sus pensamientos. Lo requerían en el Puente. Estaban acercándose a Eniwetok por el Este y las islas ya estaban a la vista en el horizonte. Subió por la escalerilla privada mirando hacia proa. En el horizonte, haciendo contraste con el mar, se veía en una delgada línea de tierra verde coronada de palmeras. Venían con velocidad y los detalles se iban descubriendo poco a poco.
Al norte del atolón se adivinaba Elugelab, más al este apenas visible, Engebi. Siguiendo con la mirada se veía Lujor, la rompiente del arrecife y más atrás, la laguna. Bien al frente estaba Runit, de forma alargada y con playas hacia ambos lados. Desde allí podían verse amaneceres y atardeceres sobre el mar, solo había unos metros desde la costa del océano hasta la laguna. Hacia el Sur venía Japtan, la más forestada. Estando en poder de los alemanes habían transplantado tierra de la Selva Negra para hacer una plantación comercial de palmeras. Alineadas desde entonces la hacían parecer mas alta que las demás. Allí había tenido lugar la batalla final contra los japoneses en 1944. Como resultado del enfrentamiento yacían desperdigados por toda la isla vehículos con orugas semidestruidos que todavía nadie se había tomado el trabajo de remover.
Al Sur estaba la entrada profunda, el único lugar por donde los barcos podían entrar. La otra entrada más ancha que no tenía calado suficiente para las quillas de los acorazados. El riesgo de sufrir varaduras era alto. El reflujo del mar que pasaba por la diferencia de mareas podía en romper un casco varado contra el borde de coral. Había dado órdenes de no arriesgar la flota bajo su mando. Hasta las barcazas de reaprovisionamiento debían pasar por la entrada profunda, sin excepción. A la derecha de la entrada ancha estaba la isla que daba el nombre a todo el atolón, Eniwetok, la más grande, aunque no la más bella, de la cual había memorizado las coordenadas 11º 30´ de Latitud Norte, 162º 15´ de Longitud Este.
A Jason le gustaban los nombres autóctonos de las islas. Sonaban fuertes en boca de los nativos. Pero su dialecto no le permitía conocer sobre su origen ni sobre su significado. Iban a vaporizar un islote y quería conocer su historia. Después de todo no dejaba de ser una rareza que una franja de tierra desapareciera artificialmente por vaporización. Los ancianos que había interrogado le contestaron que se llamaba Elugelab porque siempre se había llamado así, que era un nombre propio. Rió tensamente para sus adentros. Aquellos infelices estaban aprendiendo a los golpes a no creer en todo lo que les decían.
Quizás alentados alguien desleal bajo su mando estaban en una acelerada toma de autoconciencia. No le importaba su opinión, pero venían en el barco un periodista del New York Times a presenciar el Test. Una iniciativa de la cúpula de la Marina para mostrar al público los resultados del esfuerzo bélico nacional. Seguramente querría entrevistar a los nativos, no había forma de impedirlo sin que la censura saltara a la luz. Tenía que ganar su confianza evitando quejas del periodismo, mostrando una cara más presentable de la relocalización que tenía a su mando. Cualquier salida que se le ocurriera debería venir rápido. Solo tenía unas horas de ventaja sobre el hombre de prensa.
La idea vino como otras que se le ocurrían, a través de una asociación espontánea de imágenes mentales. Reflotaría la escuela de la isla con profesores de la Marina, e impartiría educación gratuita a aquel que quisiera recibirla. Con la promesa tacita de un plan de becas financiado por la Institución para los destacados. El estado americano, a través de la Marina pagaría para que los aldeanos se formaran. “Mejoraré la imagen de la Institución ante el periodista” pensó. Había que vender la historia de un pueblo que dejaba la edad de piedra para entrar en la modernidad. Y debía parecer que el cambio había sido decidido por ellos. Los papeles estaban firmados, no podía haber vuelta atrás. Escribiría un informe de estilo conciso, que aportaría lustre a su foja de servicios. Y que taparía de paso, con un bosque de palabras, aquello que nadie quería ver.
5
Janet Ascott salió de la barraca mirando el cielo sin nubes en el horizonte. Era su primer día en el atolón, después del viaje con su compañera en la incómoda cabina de un C34. Estarían un mes en la isla, luego se irían de allí como los demás. En la base naval de Hawai habían recibido órdenes de viajar a Eniwetok. No les habían hablado de la tarea a que estaban destinadas, es “misión clasificada” les dijeron.
Pertenecían al grupo de psiquiatras femeninas contratadas por la Marina para tratar la ola de trastornos psicológicos de posguerra. Los jefes navales las creían más aptas que los hombres para realizar ciertas tareas. Habían contratado también asistentes sociales, dentistas, enfermeras que habían encontrado allí su primer trabajo después de la Universidad. No tenían ninguna vocación militar. Las atraían mediante sueldos difíciles de ganar en el sector privado para las que recién se iniciaban.
¾Afuera hace calor.
Saludó a su compañera de cuarto y se sentó. Shannon la saludó medio dormida con un gesto mientras se levantaba de la cama. Contrariada, Janet decidió dar un paseo por la isla antes de empezar el largo día de trabajo.
Les habían advertido que pusieran prudencial distancia en el trato con los hombres. Aunque sonara extraño, eran las dos únicas mujeres en el atolón, además de las nativas. Miles de ojos observarían con interés sus movimientos. Las dos deseaban que la misión terminara lo más pronto posible parar poder para volver a Hawai.
Recién al descender del avión de transporte les habían explicado en qué consistía el trabajo. Debían hacer el relevo de los nativos que serían desplazados hacia Kwajalein donde los alojarían en barracas cercanas a la pista de aterrizaje. Ellas redactarían un informe general, haciendo una ficha con cada individuo. Tenían un mes para presentarlo ante la superioridad naval y allí terminaba su tarea, otros elementos de la Marina harían posteriormente el seguimiento de los desplazados. Eventualmente, en la medida que el tiempo se los permitiera podían aceptar consultas individuales del personal que se encontraba destacado en la isla. Debían estar de vuelta en Noviembre en Hawai siguiendo su rutina que consistía en sesiones con tripulantes que solicitaban ser atendidos o eran enviados compulsivamente por sus jefes.
Un trabajo con patologías parecidas, que se repetían. En su mayoría aquellos hombres solo necesitaban hablar de lo que les pasaba. Una vez que podían desahogarse de la soledad sus cuadros mejoraban, y si había un caso complicado, como un veterano con pesadillas o alucinaciones hacían un diagnóstico para elevarlo. No hacían tratamiento, solo derivación, lo que les dejaba tiempo para disfrutar del archipiélago.
Los fines de semana viajaban a Honolulu, donde veían películas de Clark Gable, Humphrey Bogart y Elvis Presley. Después tomaban malteadas en un bar que tenía una rockola que funcionaba con monedas. La capital del estado cincuenta exhibía pujanza y Janet se imaginaba viviendo allí una vez que terminara el contrato con la Marina, donde pensaba quedarse solo un tiempo más. Podía ahorrar unos cien dólares por mes, al salir tendría tres o cuatro mil dólares. No estaba mal para una muchacha de vientiocho años recién salida de la Universidad.
Se puso una victoriana pollera que le cubría hasta las rodillas y salió a dar un paseo evitando en lo posible las barracas del campamento. Eniwetok no era grande, no había muchos lugares apartados para caminar. En la playa los nativos salían a pescar en sus pequeños downs de velas triangulares, cantando en su idioma impenetrable. Caminando por Lagoon Road se dio cuenta de que llamaba la atención de los hombres que frenaban sus Jeeps dándose vuelta a mirarla. No le gritaban, ni la hostigaban. Solo la miraban shockeados, asombrados como si fuera de otro planeta. Salió de la calle principal, internándose en un sendero lateral hasta tomar el camino oceánico, que no era más que una arenosa huella de Jeep. Caminó un rato hasta que encontró niños que nuevamente dejaron de jugar cuando la vieron, el efecto que provocaba era el mismo que con los hombres: una momentánea paralización y en sus caras veía asombro. Esos niños no habían visto mujeres caucásicas en toda su vida. Las últimas que habían visitado las islas lo habían hecho hacía tiempo, antes de que llegaran los japoneses a ocuparlas.
Por el rabillo del ojo advirtió la imagen de un barco que se veía en el horizonte, desde el Oeste. En pocos minutos había pasado de ser un punto a abarcar una parte importante del campo visual. Se preguntó que sentirían los isleños al ver esos navíos. El chato atolón apenas sobresalía sobre el nivel del mar, su elevación no superaba los cinco metros. Una formación coralina crecida a partir de la cima de un volcán submarino apagado, con forma ovoide y una profunda laguna interior. Le habían contado que durante la temporada de tifones había olas que pasaban del Océano a la laguna, barriendo de lado a lado las islas.
Cuando el barco que se acercaba viró para tomar el canal de acceso, el acero proyectó destellos de luz que cambiaban a medida que diversos ángulos eran expuestos. Los niños dejaron de jugar sentándose en la arena a esperar que ingresara. Media hora después pasó por el canal de aguas profundas, luciendo bien visible a popa el nombre USS Estes. Janet vio a los isleños, que no habían advertido su presencia, salir de sus casas para mirar el barco que había modificado drásticamente el paisaje.
Se veía una explosión de actividad en la cubierta. Grupos de marineros surgían de las entrañas de la estructura agolpándose junto a las barandillas mirando hacia la costa. Señalaban con sus manos pero sus rostros no se divisaban claramente por la distancia.
El ancla fue soltada y se escuchó un sonido metálico de cadenas friccionando, similar al de muchos niños gritando. Una vez extendida, el buque siguió con la estropada producto de la inercia de miles de toneladas de desplazamiento. Cuando se tensó, el barco garreó describiendo un semicírculo, generando pequeñas olas.
Janet observó la alta estructura bien diseñada desde el punto de vista naval. Su casco hidrodinámico no oponía resistencia al agua, un buen trabajo de los ingenieros navales. Cuando se detuvo Janet vio como bajaban una lancha con guinches por la borda y caia en las tranquilas aguas de la laguna interior de Eniwetok.
6
Jason Rapapport saltó a tierra con el impulso de la lancha al chocar con el muelle flotante. Lo esperaba un variopinto comité de bienvenida. Los jefes del destacamento estaban mezclados con un grupo de niños semidesnudos. Los que estaban cerca se acercaron a inspeccionar a los visitantes, mirándolos de pies a cabeza, impresionados por las medallas que colgaban de sus pechos. Uno gritó algo que los americanos no pudieron descifrar, los demás rieron tapándose la boca, codeándose entre sí.
Janet se acercó tímidamente luego que Jason terminó de saludar a la comitiva de recepción. Le habían dicho que el Comandante quería a las mujeres encargadas del relevo.
¾Bienvenido. Soy Janet Ascott¾ le estrechó la mano, mirandolo a los ojos.
¾Gracias Señorita. ¿Cómo estuvo el viaje?¾ Jason quiso ser amable sin mostrar trato preferencial, hablándole en un tono deliberadamente impersonal.
¾Bastante movido.
¾Se dice que la mayoría de las familias aceptan el reubicamiento.
¾Menos una, que no quiere irse.
¾Comprendo. Tengo una tarea adicional para proponerle¾ dijo Jason como al pasar.
No había tenido que darle nunca órdenes a una mujer pero la perspectiva no le desagradaba. Esta era preciosa. Tomándola suavemente del brazo la apartó del nutrido grupo de hombres que pugnaban por acercarse para entablar conversación con él, dejándolos hablando entre sí, confundidos.
¾Quiero aprovechar el personal de la Marina para mejorar la escuela.
¾Buena idea.
¾Usted seleccionará a las personas que engrosarán temporariamente la plantilla y presenciará las clases para evaluarlas.
La sorpresa no se notó en el rostro de Janet que pensaba a toda velocidad. No le gustaba el tono del tipo para dar órdenes. En momentos como ese lamentaba haber fichado para la Marina.
¾Muy bien. Delo por hecho¾ dijo.
Jason esbozó una tibia sonrisa de satisfacción mirando un segundo las manos de la muchacha donde no había anillos ni alianzas. Estaba aparentemente libre. Había tenido reflejos rápidos al proponerle una tarea que la mantendría en contacto permanentemente con el. Y se felicitaba por ello.
La noche estaba oscura. Parados en el balcón del puente del Estes Jason y Janet contemplaban la inmensidad del cosmos. Luces y fogatas titilaban intermitentemente en la costa lejana. El buque con sus cientos de bombillas emitía tanta luz que el resplandor se proyectaba hasta la orilla, donde los nativos habían dejado embarcaciones varadas, iluminándolas.
¾Es la única mujer que conozco a cargo de una misión delicada. Felicitaciones.
¾Gracias. ¿Puedo preguntarle algo?
¾Seguro.
¾¿Esta gente recibirá buen trato en Kwajalein? Les di mi palabra que estarán mejor que aquí. Sé que las islas pertenecen a nuestro país pero quiero asegurarme que serán tratados correctamente.
Estaban cerca uno del otro. Jason, un cincuentón duro, admitió íntimamente estar desconcertado por la chica. No era muy alta, tenía el pelo oscuro y lacio. Sus cejas lineales se arqueaban cuando reía, lo que sucedía a menudo. Sus ojos almendrados se abrían o entrecerraban dependiendo de su expresión, proyectando una mirada verde. Jason decidió que podría pasarse horas sin aburrirse mirando esos ojos veteados con pintitas amarillas, como los de un felino.
Paradójicamente era uno de los que se había opuesto a que enviarían mujeres a hacer el relevamiento poblacional. Algo que no había pedido y que creía innecesario, pero así era la vida, imprevisible. El destino había puesto bajo su mando a esa mujer que lo había cautivado desde un principio con su inteligencia. El hubiera esperado el atolondramiento y el desinterés que había visto en otras mujeres, pero en ella no existían.
Tenía que ser una señal para avanzar. Creía en las señales que le enviaba el destino, por diminutas que fueran. Era el macho de la manada, el hombre fuerte de la isla. Había manejado fácilmente a tantas, tantas mujeres en el pasado, pero esta tenía atributos que valoraba: belleza e inteligencia.
El cinismo de la vida y de un matrimonio hueco lo habían agriado. Pero tomó la decisión consciente de dejarse atrapar por el encanto de la mujer, de bajar las defensas, de exponerse. Quería volver a sentir, aunque fuera por una vez, que volvía a tener treinta años. Que todavía estaba vivo y que la vida tenía emoción.
El poder que ahora detentaba tenía que ser un atractivo más, además de sus otros encantos. Le ofreció un cigarrillo en un intento de acercamiento, que ella rechazó con un gesto del rostro, mirándolo por un instante directo a los ojos. Quería una respuesta y el no tardaría en dársela.
¾Puede quedarse tranquila. Estamos arreglando los detalles del traslado. Me gusta el trabajo bien hecho y creo que a usted también.
A pesar del lenguaje impersonal, en la última frase había algo intimista, cercano, familiar. Los dos se dieron cuenta al momento en que la frase ya estaba dicha.
¾Ahora que me lo ha asegurado tengo su palabra.
¾Janet, se ha involucrado personalmente con la población. ¿Me equivoco?
La llamó por su nombre de pila. Algo inusual para dos personas que recién se conocían en el aséptico ambiente de la Marina. Se quedaron en silencio escuchando el sonido de los motores eléctricos en las cubiertas inferiores. La brisa de la noche traía de fondo el lejano sonido de las olas que rompían contra la entrada de la laguna. El buque se movía imperceptiblemente, buscando con la proa el viento.
¾¿Cómo se unió a la Marina una mujer como usted?
¾¿No entiende que hago aquí, cierto?¾ rió ella de buena gana. Su sonrisa, sus dientes blancos perfectamente alineados brillaron en la noche haciendo contraste con su rostro bronceado.
¾No es común encontrar mujeres en la Institución. Soy de la idea que debe alentarse a la mujer a participar¾ era una frase hecha dicha para la ocasión. Siempre había estado en contra de que las mujeres ingresaran, al menos hasta ese momento.
Jason la observaba en la oscuridad. Ella miraba hacia el mar. Cuando la brisa cambió de dirección le trajo el aroma de la mujer, un perfume francés que hizo mella en él, distrayéndolo un momento. Cerró imperceptiblemente los ojos y aspiró. Cuando los abrió Janet ya no estaba a su lado sino más allá, en la puerta de salida.
¾Gracias por invitarme a cenar Comandante¾ dijo desapareciendo entre las tenues luces verdes de los instrumentos de navegación. Fumando desde lo alto, Jason vio alejarse a Janet a bordo de un conmutador en dirección al muelle. “Es hermosa. Y podría ser mía” dijo en voz alta, antes de que la imagen fuera tragada por la oscuridad de la noche.
7
Carl y sus hombres descansaban a la sombra. Faltaba bajar a la playa el último tanque de deuterio que reposaba en la cubierta del Curtiss, demasiado caliente para trabajar a esa hora del día por efecto del Sol. El destructor que transportaba los elementos para el ensamblaje había llegado a fines de Agosto y el Test estaba programado para el primero de Noviembre.
Hubiera sido más sencillo utilizar un mercante común para la tarea. Pero la rivalidad entre el Ejercito, la Marina y la USAAF para participar hacía que Norris Bradbury, Jefe de Los Álamos aceptara la ayuda de todos para no ofender a ninguno. Seguía la política de tomar la ayuda de donde viniese, manteniendo en lo posible un equilibrio inestable.
Los costos de la operación no eran ninguna limitación. El beneficio político que reportaría era incalculable. Los dólares sobraban, había millones en contratos con empresas proveedoras. La American Car and Foundry de Buffalo había sido seleccionada para hacer la fundición de la carcasa exterior de Mike, por ser la única capaz de fundir una pieza de esas dimensiones. Los empleados de las empresas que todavía estaban trabajando en el atolón habían sido sometidos, como el resto del personal, a un minucioso chequeo de seguridad. Les habían advertido severamente, al igual que al resto aquello de que “lo que vean aquí, queda aquí”.
El tema de la seguridad se iba haciendo cada vez más presente. El equipo técnico trataba de mantenerse al margen de esas discusiones enfocándose en el trabajo. Carson Mark, sudando copiosamente bajo el techo de chapa del hangar propuso una partida de póquer corta, para relajar los nervios.
¾Esperemos que afloje un poco el calor¾ pidieron los demás. Carl no estaba de acuerdo. Al principio se opuso, después se dejó convencer. Su cansancio fue más fuerte.
¾Si viene Holloway se enojará¾ murmuró dejándose caer sobre una tabla sin insistir. Hacía calor y sabía que un descanso les vendría bien. Comenzó la partida y una fina ironía propia de la comunidad científica les fue mejorando los ánimos. Los hombres con el torso desnudo de la cintura para arriba reían a los gritos, sentados en tambores de aceite de 200 litros olvidándose por un rato del calor y los problemas.
En el momento que Carl se disponía a repartir los naipes para la ronda final, una voz sonó clara y potente en medio del hangar abrasado por el Sol.
¾Lamento interrumpir¾ dijo alguien desde el portón abierto. Cuando al unísono volvieron sus cabezas vieron a un marino que les hablaba, muy erguido desde el portón. Inmediatamente todos se callaron sumiéndose en un consternado silencio. El desconocido caminó hacia ellos con los manos cruzadas detrás de la espalda, acercándose al tambor que hacía de mesa de juego.
¾El montaje no terminó. No veo razones para jugar a los naipes.
¾Descansamos del calor¾ se atajó uno.
¾Volveremos a la tarea de inmediato¾ la voz de Carson sonaba conciliadora. Se levantó apresuradamente de su asiento. Los otros lo miraron preguntándose con los ojos quién era el desconocido que de impecable uniforme se daba el lujo de reprenderlos. Ellos eran los niños mimados de la isla. De mala gana bajaron los naipes al tablón mientras un operario los recogía. Uno a uno se fueron levantando de sus improvisados asientos.
¾¿Quién está a cargo del montaje?
¾Yo señor¾ Carl Wessler lo miro a los ojos sosteniéndole la mirada desafiante unos segundos. Una electricidad corrió por sus cuerpos. Habría problemas, de eso ambos no tuvieron duda. El rechazo fue recíproco y la oportunidad de que saliera a la luz, en ese lugar y en esas circunstancias, no tardaría en presentarse. Algo de lo que ambos tomaron debida cuenta en forma inmediata.
Carl no lo conocía pero se dio cuenta enseguida quien era. El otro tampoco lo conocía pero adivinó que Carl era el Subjefe de Montaje del que le habían hablado. Una descarga de adrenalina se esparció por el torrente sanguíneo de sus cuerpos, poniéndolos en guardia, como dos machos en celo luchando por una hembra.
El Comandante comprendió que la mirada azul, fija e inexpresiva que sobre sus subordinados provocaba terror no servía con este científico que se la devolvía directo a los ojos.
Se midieron, estudiándose como los animales estudian a sus presas. Tratando de hallar alguna inseguridad, alguna fisura en la personalidad por donde meter el cuchillo y revolver. Todo en una fracción de segundo.
¾¿Qué pasa aquí? ¿Debo informar a su jefe señor Wessler?¾ preguntó leyendo el prendedor de identificación que tenía adherida al bolsillo de la camisa.
¾Haga lo que quiera. Pero recuerde que no estamos bajo sus órdenes. Trabajamos desde las cinco de la mañana. Podemos tomarnos quince minutos de respiro. ¿No lo cree oficial?
Carl contrariado le contestó de mal modo. Tratándolo como un subalterno sabiendo perfectamente que era el Comandante. Estaba molesto de que se lo desautorizara frente a sus hombres, de que se lo tratara como un pelele.
¾Lo que crea o deje de creer no tiene importancia¾ Jason se dirigió a él con dicción perfecta, mirándolo fijamente con el mentón levantado, alzando un poco la voz. Los hombres quedaron petrificados en la estructura de caños que rodeaba el artefacto. Escuchaban la discusión que sería, sin duda, la comidilla de la cena, y tal vez de la semana entera.
¾Están aquí para cumplir una tarea. Quiero asegurarme que la cumplan a tiempo. ¿Quedó eso claro señor Wessler?
Carl no pudo contestar, mudo de rabia y consternación. ¿Quién se creía aquel tipo? Se dirigió a la puerta tal como había venido y antes de salir se paró en seco, de espaldas, con las manos detrás de la espalda. En posición napoleónica habló, levantado la voz para que escuchara el resto de los presentes.
¾Y otra cosa más. De aquí en adelante diríjase a mí como Comandante ¿Entendido?
8
La cantina estaba vacia y los ventiladores de techo prendidos. El calor soporífero hacía que el flujo de clientes fuera mínimo. Carl se sentó en una mesa alejada, junto a la ventana que daba a la laguna, mirando hacia el Norte. Siempre se sentaba en ese lugar. Le gustaba la visión enmarcada de la laguna y del cielo infinito detrás de las palmeras. Cuando esperaba al mozo hawaiano, un hombre de sombrero entró al local, momentáneamente enceguecido por la oscuridad del interior. Carl lo miró, dándose cuenta que nunca lo había visto.
Era un hombre de mediana estatura, bien engominado, peinado en forma clásica. No llevaba barba ni bigote, se veía bien afeitado, con un diario debajo del brazo. Debía ser el periodista del Times venido a presenciar el Test, aburrido a esa hora del día.
¾Buenas tardes¾ saludo el extraño, sentándose en una mesa a unos metros de Carl. Duffy tras la barra del mostrador lo saludó con un gesto de su cabeza.
¾¿Lo de siempre jefe?¾ preguntó el cantinero. El extraño asintió, y el mozo le llevó un wiskie en las rocas, especialidad de la cantina. Carl observaba al extraño de reojo. Tenía que darse vuelta para mirarlo de frente, mientras simulaba leer el libro que le había prestado Oppie. Pasaba las páginas, notando que el extraño lo miraba como si quisiera buscar conversación.
¾Disculpe. ¿Podría decirme que está leyendo?¾ preguntó el extraño desde su mesa, con el ejemplar del Times a medio levantar.
¾El Bhagadab Gita¾ Carl se volteó y quedó mirándolo con los ojos desenfocados. Algo le llamó la atención. En un titular que vio de revés en la portada del diario figuraba la palabra “Oppenheimer” bien claro.
¾¿Podría ver el ejemplar un momento?¾ dijo parándose, empujando la silla, sin esperar a que el otro le diera el sí.
El otro se lo alcanzó reluctante. Leyó el titular que le dio un vuelco en el corazón. En un recuadro de la primera página había una fotografía de su amigo. El título decía “Oppenheimer destituido de la AEC”, y más abajo, “Lo investiga el Comité de Actividades Antinorteamericanas de McArthy” El golpe se notó claramente en el rostro de Carl que arrugó el entrecejo.
¾¿Lo conoce personalmente?¾ preguntó el extraño.
¾Si, fue mi mentor¾ respondió tirando el diario y saliendo de la Cantina, con rumbo desconocido.
9
Sentados en el camarote del Capitán, Jason Rappaport y Marshall Holloway intercambiaban ideas a los gritos. El nivel de seguridad necesario para el experimento provocaba continuas discusiones entre el jefe del Grupo Panda y el Comandante. La postura de Jason de que todo el personal debía ser interrogado en busca de conexiones rojas no contaba con la simpatía del científico. Había decidido que sus muchachos, reclutados de las mejores universidades del país no serían sometidos nunca a un trato humillante propio de delincuentes. El Jefe sonrió de solo imaginar a Carl sometido a interrogatorio por el hombre que tenía enfrente. Los rumores de la pelea habían volado por la isla.
¾Comandante, encárguese usted del personal militar y déjeme a mí el personal científico. No quiero distraer a mis hombres.
¾Doctor Holloway¾ el militar habló aplomado, como refrenándose ¾debo insistir en el punto de la entrevista personal con uno de sus hombres. Al menos déjeme interrogar a Wessler.
¾¿Porqué a él?¾ lo aguijoneó.
¾Por nada en particular. Tuvimos un intercambio de opiniones en Elugelab y quisiera cerciorarme de que comprende la urgencia que tenemos, mejor dicho que el país tiene en la operación. Está en juego la seguridad de la Nación, por Dios y este sujeto se da el lujo de jugar a los naipes con los empleados en horario de trabajo. Creo también que es discípulo de Oppenheimer.
¾Soy el jefe de Wessler y estoy conforme con su desempeño hasta ahora. Si tiene algo que decir diríjase a Norris Bradbury. Si quiere removerlo, que sea una orden suya, a mí ese hombre me gusta. Por lo demás todos aquí somos discípulos de Oppie, más allá de que compartamos o no sus posiciones.
A partir de allí no había esperanzas de que la reunión prosperara en el sentido que Jason había esperado.
¾Le pido que el contenido de esta charla quede reservado¾ le dijo. El físico que se preparaba para salir del camarote y se volvió dirigiéndole una mirada de desprecio.
¾No vuelva a interferir con el trabajo en Elugelab. Lo que pasa allí es mí responsabilidad¾ y salió del camarote agachando la cabeza para no golpear el mamparo. Se conocían de oído, por comentarios pero nunca habían trabajado juntos. La comunidad científica estaba sensibilizada con el acoso de la línea dura del sector militar, los llamados halcones. Durante el Proyecto Manhattan, los científicos que trabajaban bajo la órbita del General Leslie Grooves, como Marshall, lo sufrieron. En ese entonces había que ganar la guerra. Ahora aparecía el conflicto con el comunismo, provocando el mismo efecto. Otra vez ellos, los científicos debían proporcionar soluciones a las decisiones de confrontación que tomaban otros. “Algún día me retiraré y podré enviarlos al infierno” pensó Holloway mascullando su enojo.
10
La fecha de la explosión se acercaba y se tomaban las precauciones del caso. Las órdenes no podían discutirse: desalojar el Atolón a fines de Octubre para llevar a los nativos a Kwajalein. Allí serían alojados en terrenos cercanos a la base militar hasta que terminaran las pruebas. Mientras tanto les darían alimentos, enviándolos a la escuela, enseñándoles a leer y escribir. Además les pagarían una suma en dólares que todavía no se había fijado, en compensación por las molestias ocasionadas.
Ella les había asegurado que la reubicación en Kwajalein sería temporal, de solo unos meses y que volverían una vez que los test finalicen.
¾No hay razón para desconfiar de la Marina ¾les decía¾ es una institución honorable.
Su compañera no se molestaba en contestar las preguntas, haciendo gestos desdeñosos y llenando maquinalmente las fichas, sin ocultar el desagrado con que hacía el trabajo.
Quien se mostraba reticente era Henchi Balos. Justamente quien había dado el consentimiento en nombre de la comunidad. Extrañada por el cambio de opinión que había tenido lugar en el hombre fue a conocerlo. El jefe era un hombre menudo, de caracteres asiáticos aminorados, que parecía natural de Sudamérica. Estaba sentado fuera del alero de su cabaña, con el torso desnudo y usando una bermuda color caqui. Sonreía nervioso a la recién llegada con finas gotitas de sudor cayéndole por el rostro.
¾¿Porque tenemos que irnos?¾ la intérprete trató de suavizar el sentido de las palabras en la traducción. Trataba que no sonaran tan fuertes en oídos de la americana sin herir la susceptibilidad del nativo ni cambiar el sentido del mensaje.
¾Señor Balos, el Gobierno Americano ha tomado posesión de estas islas. Tiene la intención de usar algunos atolones para investigación. El traslado será temporal, no más que unos meses, por su propia seguridad. Como dijo el Comandante, estarán haciendo su contribución para el fin de todas las guerras. Toda la ayuda que podamos brindarle en Kwajalein la tendrán, se lo aseguro.
¾Permítame mostrarle algo¾ el pequeño hombre se levantó y caminó unos metros. Con un gesto invitó a Janet a acompañarlo. Caminaron en silencio sobre el sendero de arena que se abría en la espesura de Japtan, junto con la traductora nativa, que los siguió sumisa, unos pasos detrás de ellos. Bordearon el poblado y se detuvieron frente a una gran palmera.
¾Mi padre plantó este árbol aquí¾ sin decir más siguió caminando internándose en la espesura. Frente a otra palmera, más pequeña, se detuvo.
¾A esta la plantó un servidor. Quiero dejarle a mi hijo un lugar donde plantar la suya¾ la traductora le explicó la tradición de que el mayor hijo varón de cada familia plantase una palmera
¾Espero comprenda porqué no deseamos irnos de aquí. Sabemos de Kwajalein, del agua corriente y la energía eléctrica. Pero hemos vivido sin eso desde siempre. Queremos seguir viviendo como hasta ahora¾ el anciano la miró con la mirada expectante de quien que busca convencer a su interlocutor. Janet entendió el problema que lo aquejaba, pero las órdenes eran claras. No tenía sentido dejar pasar una oportunidad histórica de insertarse en la civilización solo para conservar ritos arcaicos como el de la palmera. Shannon en cambio miraba al anciano con desprecio, le daba asco la falta de limpieza que exhibía.
¾Volveré a hablar con usted¾ Janet cedió tratando de descomprimir la situación, evitando a ambos un mal momento.
De vuelta en la barraca repasó los reportes que había ido llenando en los últimos días. Habían hecho bien el trabajo. Ella procuraba convencerlos sin necesidad de hacerlo, a los que se negaran se los llevarían de todos modos. La decisión del Jefe era vinculante e irrevocable para todos, que debían obedecerla. Incluso para el mismo, que había cambiado de opinión y no podía retractarse.
¾Es raro que envíen mujeres para hacer esto¾ le dijo a Shannon en la barraca. Se preparaba un café, el cual le habían dicho, quitaba la sensación de calor.
¾Podrían haber enviado hombres. Pero no son tontos, ¿No te das cuenta?¾ Shannon levantó la vista del ejemplar del National Enquire que había traído de Hawai, y la miró con sorna.
¾Saben como trabajamos. Saben que inspiramos confianza en la gente ¿Porqué otra razón nos enviarían?¾ dijo encogiéndose de hombros.
11
Carl se levantó de un salto de la cama, furioso. Decidió que debía superar su lucha consigo mismo. Su necesidad de autocriticarse debía quedar relegada a un segundo plano, al menos hasta terminar el trabajo. Se metió en la ducha, y a comparación del bochorno que reinaba en al mediodía , el agua salió fría como hielo. Usando como combustible la ira y su enojo consigo mismo Carl se zambulló de lleno bajo el chorro. Soltó un grito involuntario como un boxeador que recibe un golpe. Después comenzó a enjabonarse frenéticamente el cuerpo. El agua aumentó de temperatura permitiéndole disfrutar más del baño. No tardó más de cinco minutos en estar listo. Solo su rabia le había permitido superar la depresión que lo tenía postrado desde hacía días. Y ahora no quería volver a caer nuevamente.
A pesar de la ducha vivificante aún debía enfrentar a su jefe y a las consecuencias de haber faltado esa mañana sin aviso. Salió dando grandes pasos de la barraca para embarcarse junto a los demás operarios en el conmutador que los llevaría hasta Elugelab. Durante el viaje apenas habló, la marejada les impedía tener demasiado contacto, La espuma del mar los mojaba constantemente y pequeñas olas rompían contra la borda. Una vez que saltaron a tierra en el islote, se quedó mirando el hangar cuya construcción había dirigido. Aspirando profundamente el aire límpido de la mañana se dirigió hacia el interior. Una vez allí el contraste entre la luz de la mañana y la semipenumbra que había en el interior lo cegó unos segundos. Se quedó helado al comprobar que Carson ocupaba su lugar entre los caños de la estructura.
Estaba sentado en su escritorio con los planos a ejecutar durante el día, rodeado de los hombres que hasta hacía 24 horas obedecían sus órdenes. Marshall Holloway, influenciado por Jason Rappaport, había decidido relevar a Carl de la conducción de los trabajos. Mike no debía retrasarse ni un día. El Jefe Técnico no quería problemas con el Comandante, un hombre de trato difícil, según había comprobado.
¾Wessler, me traes problemas. Ponte a trabajar a las órdenes de Carson¾ cuando Carl lo increpó, Holloway no se volteó para mirarlo. Estaba asomado por la estructura de caños, controlando el tendido del cableado eléctrico, solo lo miró de reojo, esperando su reacción con interés. Carl creyó ver cierta burla en la sonrisa que el otro le dirigía. Los hombres que estaban cerca escuchaban el diálogo.
¾No sabía que estabas desconforme con mi trabajo¾ salió del hangar, cegado por la luz de la media mañana.
Carson lo alcanzó justo antes de que abordara un conmutador rumbo al campamento.
¾Idiota, ven aquí. Hablaremos con Holloway. Le explicaremos que todo es un malentendido. No pretendo sustituirte. Usaba tu escritorio transitoriamente.
¾Pensé que eras amigo. Veo el concepto que tienes de la amistad¾ balbuceó tembloroso Carl, que no supo como reaccionar ante la iniciativa del otro.
La segunda reunión con el Jefe del proyecto no fue tan conflictiva como había previsto. Salieron los tres: Holloway, Carson y Carl hacia la playa, donde se sentaron en unos tambores.
¾Esta es la última oportunidad Carl. No necesito explicarte que estamos presionados por la gente que viene en pocos días a ver el Test. El baby debe estar listo sí o sí para entonces. No voy a soportar más pendejadas de tu parte, ni que te enfermes, ni que te compliques con cosas raras. Ni que te dé una maldita depresión.
Holloway pronunció la palabra “maldita” de una forma que a Carl le pareció odiosa. Comprendía que se había ganado la antipatía de su jefe. Eso le molestó. Antes solían ser una buena dupla de trabajo. Entendía lo que le pasaba al otro. Estaba presionado por el Comandante y como no tenía margen de error se las agarraba con los tipos que estaban debajo suyo. Había aprendido bien las lecciones del sistema. Con dolor, Carl aceptó que si estuviera en la misma situación reaccionaría igual. El otro era al igual que él, parte de un sistema que se manejaba en base a resultados. Un engranaje más de una maquinaria que cuando se empastaba era automáticamente reemplazado. Dentro de la estructura era intercambiable, importante pero no decisivo. Al final de la reunión Carl asumió las culpas y las cosas se compusieron. Recibió un duro reproche pero por el momento fue confirmado a cargo de la dirección del montaje.
En la noche en la cantina de la isla los amigos se distendieron de las preocupaciones del día. Olvidando los roces consecuencia de estar trabajando doce horas a una temperatura imposible. En la barra les sirvieron cervezas heladas y se apuraron a beberlas porque el calor húmedo de Eniwetok no tardaría en entibiarlas. Al segundo vaso ya estaban más cómodos y relajados. Después del primer momento, todo había vuelto a ser como antes.
¾¿Te imaginas como será? Aún sueño con Trinity después de años y Mike será incalculablemente mayor¾ preguntó Carson para romper el hielo.
¾Me pregunto si estamos haciendo bien. Esta bomba es demasiado potente¾ Carl levantó la vista del vaso mientras tomaba un sorbo.
¾No lo repitas. Si te escuchan voy a tener tu puesto. ¿Entiendes? Te van dar una patada en el culo.
¾Sé que la etapa de la discusión moral está acabada. Si es que la tuvimos alguna vez en el Laboratorio. Que yo recuerde nos limitamos a cumplir las órdenes que nos dieron. ¿La utilizarán contra alguna población?
¾Solo si los rojos las usaran primero. Es probable que estén trabajando con el viejo Kapitza en el tema¾ un escalofrió corrió por la espalda de Carl al escuchar el nombre del legendario maestro soviético, eminencia mundial en el campo de la ciencia.
¾Fue maestro de Teller, nada menos. Solo Dios sabe lo avanzado que pueden estar los rusos si trabajaron seriamente en fusión.
¾Lo más seguro es que esté en un campo de Siberia. De puntas con los comunistas. Sé que no lo dejan abandonar el país.
¾Aunque no les preste colaboración es probable que estén en la senda correcta esta vez. Siempre hay un discípulo díscolo dispuesto a traicionar a su jefe. Alguno de los que formó habrá asumido la dirección¾ los dos dejaron de hablar, pensando en el significado de aquellas palabras que disfrutaban, pero cuyo contenido les preocupaba. Era incómodo hablar de una situación similar a la que los había enfrentado unas horas antes, solo que extrapolada a miles de kilómetros, en Rusia.
Carl se preguntó que había querido decir aquello de “siempre hay alguien dispuesto a traicionar a su jefe”. No le quedaba más que dejarlo pasar y quedarse con la duda. En ese ámbito no era posible distenderse un solo segundo. La situación le estaba rompiendo los nervios, agotándolo de una manera que lo asustaba. Pensó en darle una respuesta mordaz a su discípulo, pero dejó fluir el momento. Podía irse por el lado de un speech antinuclear para ver como reaccionaba el otro, para provocarlo y sondearlo. Después de todo, el se había vuelto definitivamente antimilitarista.
¾Esto no es deseable pero es posible¾ tanteó en voz baja mientras Carson tomaba el primer sorbo de la que sería su tercera cerveza.
¾Sé lo que piensas acerca del proyecto. De tus dudas. No entiendo como los de Seguridad no te interrogaron. Hubieras pasado por comunista. Guárdate tus dudas para más adelante, el proyecto se llevará adelante con o sin ti.
Carl asintió con la cabeza.
¾Entonces no seas estúpido y sácate esas cosas.
¾No puedo concebir un arma así utilizada contra la gente. En algún momento la tecnología de lanzamiento que copiamos de los alemanes mejorará. Adaptaremos el V2 para lanzar un ataque atómico a miles de kilómetros de distancia.
¾Sigo tu lógica. Ahora dirás que los rusos también tienen buenos especialistas. Que van a lograrlo también. Justamente por eso estamos aquí, para adelantarnos. Tarde o temprano lo van a lograr. Si lo piensas llegarás a la misma conclusión que yo, aunque quizás por otros caminos. Tenemos que hacer que esto funcione para que no puedan doblegarnos como están haciendo con Europa, para que el mundo siga en libertad. Si lo logramos nos habremos ganado un lugar en la historia¾ el alcohol había puesto eufórico a Carson, que levantaba la voz y gesticulaba moviendo los brazos. Otros oficiales sentados en las otras mesas los miraban con interés.
¾Como los hombres que construyeron el dispositivo más destructivo y que posibilitaron la vaporización masiva de millones¾ Carl tenía la respuesta a boca de jarro, no dudó en disparar lo que tenía atragantado.
¾No. Como los hombres que salvaron a América de una invasión comunista. No me tientes otra vez a quedarme con tu puesto. No sigas jugando con fuego¾ Carson se levantó abruptamente de la mesa para salir de la cantina, dando fin a la reunión. Dejó a Carl confundido, perdido en un limbo alcohólico, preguntándose si no se habría ido de boca con los comentarios. Penso en el adagio que le había causado gracia. “Un hombre tarde tres años en aprender a hablar. Y toda la vida en aprender a callar”.
La cerveza le había abierto el pico. No se había podido contener de decir durante la noche cosas que guardaba celosamente durante el día. Ahora su puesto estaba en las manos de Carson. Si este lo denunciaba lo echarían.
Sentado en la cantina, trató de cambiar el punto de vista sobre la situación. Algo para lo cual la cerveza venía de maravilla. Las bombas atómicas lanzadas sobre Japón habían sido terribles. Pero también lo habían sido los bombardeos convencionales, de los que nadie hablaba. Unas semanas antes de la rendición, un raid con bombas incendiarias sobre Tokio había causado mas de cien mil víctimas, mas que las bombas “A” tomadas individualmente, que habían provocado setenta mil. Carl hizo un gesto de desdén, el argumento se caía estrepitosamente. Mike sería incomparablemente mayor. La pregunta en todo caso era, un arma así ¿realmente evitaba la guerra?. Después de todo las armas en sí eran neutrales, dependían del hombre utilizarlas para hacer el bien o para hacer el mal. Carl seguía confundido, ¿Qué bien podía hacerse con una bomba termonuclear de varios megatones de potencia?
Estas disquisiciones derivaban invariablemente, en la naturaleza última del hombre. “El hombre es lo que es” pensaba. “El resultado de miles de años de evolución, bajo el rigor de la supervivencia del más apto”. El hecho que la fusión nuclear hubiese sido desarrollada como arma de destrucción masiva militar antes que como proceso civil lo desvelaba. Era algo recurrente en la historia de la ciencia, no sería ni la primera ni la última vez que aquello ocurriría. Las preguntas sin respuestas se acumulaban en su mente. ¿Habrían dominado el ciclo de la fusión de no haber sido por la competencia entre Rusia y América? ¿Cuál era el combustible que usaban nueve mil hombres trabajando bajo el Sol del Trópico? ¿El odio? ¿El miedo? ¿Ambas? La mayoría diría que lo hacia por amor a su país. La mayoría estaba allí por el dinero, para no quedar rezagados en la competencia interna del laboratorio. Y para evitar la pesadilla de entrar, aunque fuera por error o venganza, en las listas del Senador McArthy que contenían los nombres cada uno de los rojos del país.
A Oppie lo habían incluido en esas listas. Justamente a él, responsable de ahorrar un millón de vidas americanas. Lo habían destruido como persona, destituyéndolo como consejero de la AEC por negarse a colaborar en el desarrollo de la superbomba. Toda la envoltura de protección que significaba ser empleado del Estado se había diluido, dejándolo solo para enfrentar el más temible comité del Senado de la historia. Si eso le había pasado al que había sido el Jefe de los hombres que estaban en Eniwetok quería decir que el mensaje político que bajaba de la Casa Blanca era “o esta con nosotros o contra nosotros”. Así lo habían decodificado todos. No habría protección política para nadie. Nadie estaría inmunizado de caer en las manos del Comité. El que expresara una línea diversa de la más dura se arriesgaría a perder su empleo y a ser tratado como un delincuente sin serlo. Carreras enteras desde Hollywood hasta Washington habían sido fagocitadas. Había toda una miriada de razones, no esgrimidas abiertamente que estaban allí, presentes sobre los empleados del Laboratorio. Pero el miedo sobresalía.
Carl divagaba sobre los sueños muertos de los hombres con que trabajaba. ¿Cuáles eran? ¿Qué derrotas traían de sus pasados? El grupo que del cual formaba parte proporcionaría el arma más destructiva jamás concebida. Ese sería su legado, lo que dejarían a las generaciones venideras. En las noches se preguntaba si los otros tendrían los mismos condicionamientos. Muchos tendrían la misma ambigüedad, pero se cuidaban de hacer comentarios en público. Después de todo: ¿Que posibilidad había de que alguno de ellos muriera vaporizado por el arma que estaban construyendo?.
La bomba, el baby, era para otros. No para ellos. Mejor pensar en el dinero, en los coches nuevos, en las hipotecas. En la felicidad de esposas y niños. Ser despedido en un momento de gran endeudamiento de las familias para alimentar la carrera consumista podía ser una tragedia familiar que ameritaba entre otras cosas, el divorcio.
El arma se construiría, el grupo volvería a América. Algunos se irían a las Universidades. Otros quedarían en Los Álamos para diseñar las mejoras que necesitaría la super para ser cargada en un bombardero. A cambio de una montaña de dinero, deberían miniaturizarla para hacerla transportable mediante el proceso conocido como weaponization, algo casi tan complejo como fabricar el primer dispositivo experimental. Para así llegar a Moscú, y obliterarla con un solo B29. Algo que marcaría el fin de los bombardeos masivos. Un solo avión podría dejar un cráter donde antes había una ciudad.
Incluso si el grupo entero se revelaba otros vendrían a sustituirlos. Sin hacer preguntas, tomarían control del gigantesco presupuesto. Cobrarían los sueldos principescos, disfrutando como ellos de la aventura científico-tecnológica de emular por un rato a Dios. Con dinero sin límite para gastar, todo se podía comprar, fabricar o directamente inventar.
Mejor hacer la conciencia y los sueños a un lado. Cobrar el cheque a fin de mes. Comprar un Cadillac o un Mercury, alimentarlo con galones y galones de gasolina. Tomar una hipoteca a pagar a treinta años, disfrutando del estilo de vida americano.
“Me gustaría dejar otro legado” suspiró como quien sueña despierto con algo inalcanzable.
Perdido como estaba en pensamientos alcohólicos, apenas se dio cuenta que estaban cerrando la cantina. Tenía que irse, era el único cliente que quedaba a esa hora de la noche. De mala gana se paró chocando sillas desparramadas. Tiró algunas y no se volvió a levantarlas. Afuera el viento nocturno lo volvió a la realidad. Resoplando mientras llenaba los pulmones, juntó aire aspirando por la nariz y exhalando por la boca.
Mientras caminaba hacia su barraca se escuchaba a sí mismo repetir en voz alta la palabra fucking esto, fucking lo otro. Pero no pudo escuchar la conversación en voz baja que interrumpieron Jason Rappaport y Marshall Holloway cuando lo vieron venir. Estaban sentados en las sombras, a la entrada de la barraca asignada al Jefe. Borracho como estaba, Carl percibió sus miradas inquisidoras pero no les dio importancia. Se paró en medio de la oscuridad mirando a la suma del poder de la isla e hizo lo primero que se le ocurrió. Se cuadró llevándose la mano a la sien, haciendo la venia. Después la bajó y siguió caminando. Los rostros de los dos no denotaron mayor sorpresa, solo quedaron en silencio observando como se alejaba.
La escena resultó tan extraña que tras unos minutos Jason no pudo evitar una sonrisa de satisfacción. Aquel infeliz había cavado su tumba. Un espectáculo así realizado frente del Jefe Técnico ameritaba como mínimo una severa reprimenda. Sin embargo Holloway se limitó a seguirlo con la mirada hasta que se perdió en la oscuridad sacudiendo la cabeza.
Jason no se atrevió a hacer ningún comentario. Ya habría tiempo para ello. No quería opacar hablando la mala impresión que Carl había dado haciendo la venia borracho. De esa forma, en silencio, buscó acentuar el golpe de efecto buscado, aumentando lo ridículo de la situación.
12
Los miembros del equipo técnico cenaban en silencio. La cantina de Duffy era el paraíso para los que disfrutaban de la comida. Pedían que les preparasen tal o cual plato dentro de un grupo prefijado y se los hacían. No había menues fijos ni sopa todos los días. Lo mejor de todo era que no les costaba nada, la AEC se hacía cargo de la manutención de los científicos. Solo tenían que firmar un recibo por la comida con su nombre y número de identificación. Duffy más tarde cobraría un jugoso cheque en Kwajalein que le permitiría vivir holgadamente a lo largo de un año.
Carl se levantó de la mesa que compartía con Holloway. Estaban cansados pero contentos. El cronograma se estaba cumpliendo. Cada día de servicio en el atolón les reportaría una pequeña fortuna en concepto de viáticos, que se sumarían a fin de mes a los abultados sueldos. Como todas las noches tomó una cerveza semicongelada de la heladera, firmó con un bucle por lo que había consumido y salió a caminar por la playa. Tenían provisión ilimitada de lo que quisieran: helado, cerveza, comida, sobre todo de helados. Se acababan rápido, por el calor se consumían toneladas.
Miró el cielo plagado de estrellas oyendo el siseo de las palmeras movidas por la brisa. Cuando el ojo se acostumbraba podía tenerse una visión tridimensioanal de la Vía Láctea. En esas oscuras noches, se veían por doquier meteoritos ingresando a la atmósfera a una velocidad pasmosa que al desintegrarse con el calor generado por el rozamiento con el aire, dejaban una estela de fuego en la lejanía.
Eran noches que estimulaban la imaginación de Carl. Conocía los avances en la tecnología de cohetes que estaba realizando otro equipo en White Sands, Nuevo Méjico. Estaban bajo el mando de Ernest Von Braun, el mismo científico que en la Alemania nazi que había diseñado el V2. Algún día los viajes espaciales serían una realidad, pero en 1952 eran territorio de la ciencia-ficción. “Cómo me gustaría trabajar en ese proyecto” pensó. La astronomía lo había cautivado desde que supo que Galileo Galilei en 1610 había descubierto con un telescopio fabricado por el mismo que el Sol no giraba en torno a la Tierra sino que era a la inversa. Carl sabía que podría contribuir en muchas áreas a la exploración espacial, que lo apasionaba. El perdía la dimensión del tiempo investigando sobre cohetes. Pero también se daba cuenta de que para seguir el camino de los sueños hay que tener autodisciplina y coraje. Si no tomaba una decisión respecto de su futuro nunca pasaría de ser un astrónomo aficionado. Pero tenía tanto miedo de hacer una movida equivocada. Tanto miedo de sufrir.
Se daba cuenta de que el miedo a sufrir era peor que el sufrimiento mismo. Sabía que para ser feliz un hombre debía dedicarse de lleno a lo que amaba, a la actividad para la que había sido creado.
Pero tampoco podía desligarse del hecho de que la vida era una lucha. Y tener un cheque a fin de més no era un detalle menor.
Ya en camino a su barraca pasó distraído por la Comandancia. Por una ventana abierta vio la cabeza una muchacha que había visto en la playa. Estaba sentada en el despacho de Rapapport. Se detuvo en seco, en medio de la oscuridad. ¿Una mujer en Eniwetok? Imposible. Se acercó tratando de no ser visto. La muchacha hablaba, gesticulaba, asentía, presumiblemente con el Jefe, al que Carl no podía ver desde su posición. Estuvo contemplándola desde la vereda, sintiéndose un fisgón. La muchacha se paró de la silla, salió del despacho rumbo a la puerta del edificio, caminó unos metros por la calle de espaldas a Carl, hasta la Taberna de Duffy. Por una puerta lateral habló con el ayudante de cocina, que le entregó una bolsa con comida. Luego volvió sobre sus pasos, como si estuviera huyendo de algo. A Carl no le quedó otra alternativa que seguir caminando, cruzándola de frente en la oscuridad. Aún a riesgo de quedar en evidencia, la miró. No pudo ver gran detalle salvo que era morocha, que tenía un bello rostro, que brillaba tenuemente bajo el resplandor de las lámparas de kerosén. Cuando se cruzaron ella miraba hacia abajo, como si fuera controlando por donde caminaba, o meditando algo muy profundo. Otra posibilidad era que no quería ser vista para no llamar la atención de los hombres a esa hora de la noche. Carl se dio vuelta para mirarla cuando ya estaba fuera de su campo visual, viendo como se alejaba en medio de las miradas de asombro de otros hombres que andaban por allí. Después entró a la cantina para preguntar quien era la muchacha
¾¿No te has enterado?
¾¿De qué?
¾Toda la isla lo sabe.
¾¿Saben que?
¾Que la semana pasada llegaron dos mujeres a la isla¾ Carl quedó en silencio, shockeado por la noticia. Al llegar le habían hecho la clásica broma de mostrarle un libro en blanco con el título “Vida Sexual en Eniwetok”.
¾¿A que vienen?
¾ Vienen contratadas por la AEC para hacer el relevo de los nativos.
¾¿Porqué dos mujeres?
¾Nadie lo sabe. También estarán a cargo de la escuela.
Carl asimiló con rapidez la información y percibió como el frágil e inestable equilibrio de convivencia masculina se quebraba. Alguien había introducido mujeres en un entorno lleno de hombres. La competencia por las hembras no tardaría en aparecer. Era matemático.
¾Pues bien. Ya que estamos en el baile, vamos a bailar¾ dijo en voz baja antes de perderse en la oscuridad.
Tirado en su cama puso la mente en blanco. Vio la imagen de la muchacha que había visto en el despacho del Jefe. ¿Cómo acercarse a ella? La psiquiatra aceptaba consultas del staff científico, era una posibilidad. A pesar de lo borracho que estaba, la descartó de plano. Sabía que entre paciente y doctor se establece una distancia profesional, una especie de asepsia científica para darle seriedad a la terapia. No contactaría con ella como paciente.
Había escuchado que Marshall Holloway había sido invitado a dar una charla en la escuela que ella dirigía. Había sido profesor en Princeton. Estaba más que calificado para dar una charla en una escuela para nativos. Se levantó de un salto. Fue hasta el precario baño de la barraca, descartándolo. Salió a la oscuridad de la noche pensando. Hacía horas que buscaba una excusa para acercarse a la muchacha. Ahora disfrutaba de su idea mientras orinaba entre los matorrales de la islita arenosa que estaban por vaporizar.
Carl sabía que podía embrujar una clase si así lo deseaba, deslumbrarlos con conocimientos a los cuales ellos jamás tendrían acceso. Trasmitirles ideas de vanguardia, como la de llevar la vida humana a las estrellas, perpetuando la existencia de la especie más allá del Sistema Solar. Podía cautivar las mentes de los aldeanos. Y también si tenía suerte, de la muchacha.
13
Janet caminó hasta la galería que daba sobre la playa. Era la peor hora del día, la de la siesta. Con el calor en su punto máximo, no veía a nadie en la aldea. Estaban todos en sus cabañas, a la sombra, guareciéndose del Sol. Sintiéndose mejor por efecto del café, decidió ir a nadar en algún lugar alejado de la laguna. Caminó hasta su habitación, cerró la puerta y en silencio comenzó a desvestirse. Se quitó primero la camisa, arrojándola a un rincón de la habitación. Con desagrado comprobó que tenía una aureola de sudor debajo de las axilas. Luego desprendió el broche de su pollera color verde quedándose en ropa interior. Sintió un alivio inmediato del calor. Se miró al espejo sonriendo, siempre se había sentido cómoda con su cuerpo.
¾Buenos senos, bien de adelante¾ dijo describiéndose a sí misma como si hablara a un interlocutor ausente
¾Buen trasero, bien de atrás¾ se dio vuelta mirándose de espaldas, riendo. Había algo sensual en el conjunto que reflejaba el cristal, su pelo morocho caía lacio sobre sus hombros, las cejas bien pobladas se dibujaban rectilíneas sobre sus ojos verdes que se miraban fijo a sí mismos en el espejo. Se mordió los labios y sacó la punta de la lengua experimentando un solitario placer. Prendió el ventilador de techo dejándose caer en la cama suspirando, cerrando los ojos un momento mientras removía el aire caliente de la habitación. Bajó con sus manos recorriendo su cuerpo, haciendo uso de su archivo mental de imágenes varoniles fuertes y excitantes. Eligió uno reciente. La del científico leyendo un libro en la playa, semidesnudo bajo el Sol.
Recordó como sus ojos pardos la habían desnudado con una mirada llena de testosterona, curiosidad y lascivia reprimida. Las situación no permitía que él abiertamente se acercara a ella e iniciara un cortejo sexual. Lo cual le agregaba a la fantasía el tinte de lo prohibido. Era algo que no se podía hacer, que no obstante ella, en su mente, hacía. Podía usar y abusar de su imaginación, en los momentos de tediosa soledad, durante las tardes, las noches. Pensándolo bien y en tren de cuestionar todo ¿Porqué debería privarse de un retozo vivificante con ese hombre? Después de todo, el no se negaría y no tendría porqué trascender, salvo si se lo contara a sus compañeros. En ese caso toda la isla estaría enterada del hecho en unas horas. La descartó enseguida, era una fantasía en un mundo lleno de peligros. Mejor la imaginación donde no había represión, ni pesadas consecuencias que pagar por los actos que imaginaba la carne. Un mundo sin limitación, más propicio para las relaciones de igual a igual que ella siempre había imaginado. Los hombres se enamoraban de su imagen, del status que ella les daba con su presencia. Pero ella quería relacionarse sin entregar su vida, algo que los hombres con los que se había relacionado parecían no entender. No estaba dispuesta a sacrificar su libertad en aras de una relación estable con un hombre. Previo a formar una familia debería alcanzar otros objetivos para lograr la felicidad. ¿Sería que nunca se había enamorado?
Perdida en laxos pensamientos se sobresaltó cuando alguien golpeó la puerta. Maldiciendo por lo bajo fue a vestirse gritando “¡ya voy!” mientras se arreglaba la camisa, recogiéndose el pelo. Una vez que estuvo lista se acercó a la puerta a mirar por la mirilla.
Detrás de la puerta un hombre apuesto de unos treinta y cinco años miraba en dirección al mar. Janet sacó la traba del pestillo, abrió la puerta y desde cerca pudo ver mejor.
¾¿Es usted Janet Ascott?¾ el extraño tenía la apariencia de científico, de los tantos que pululaban en la isla. Ella no había tenido contacto con ellos, el personal militar y científico no tenían relaciones más allá de lo estrictamente necesario. Los choques entre las dos culturas eran frecuentes.
Vestía unas bermudas color azul marino y una camisa blanca abierta en el pecho, arremangada hasta los codos. Llevaba el pelo mojado con fijador, con un corte moderno, desflecado. Tenía barba prolijamente cortada en el extremo del mentón y usaba lentes oscuros. Cuando ella salió, el desconocido se los sacó. Pudo ver sus ojos que se afinaban para no recibir de lleno la resolana de la tarde. Se sobresaltó. Eran los mismos que la habían desnudado con la mirada en la playa.
¿Podría aquel extraño adivinar que había estado pensando en él hacía un instante?
¾Sí. ¿Qué ocurre?¾ dijo despacio, confundida.
¾Mi nombre es Carl Wessler. Trabajo en Elugelab¾ ambos se miraron a los ojos por un momento.
¾¿Que puedo hacer por usted?
¾Me enteré de que está a cargo de la escuela. Vine a ofrecerme como Profesor Ad Honorem de Física.
¾¿Habla en serio?
¾ Me gusta dar clases. Creo que a la gente le vendrá bien mirar un poco el mundo de ahí fuera.
¾Lo tendré en cuenta.
¾Se lo agradezco.
¾ No nos sobran maestros. ¿Sobre qué quiere dar clases?
¾Sobre lo que los alumnos quieran saber. No creo en la limitación que imponen los programas. La vida no se asemeja a ninguno¾ Carl sonrió mostrando sus dientes. Miró a Janet, que tuvo que sonreír también. Aquel extraño parecía hurgar con su mirada. Parecía saber algo de ella, que no podía descifrar. Sus ojos oscilaban entre el marrón y el verde. “Tiene lindos ojos” pensó mientras hablaban.
¾En el tiempo que estarán los isleños en la escuela no aprenderán mucho. Deberían haber hecho esto hace años, ni bien instalaron la base aquí.
¾En Kwajalein tendrán su escuela. El Comandante los quiere adaptados para cuando sean trasladados allí.
¾El Comandante los está usando¾ había cierto tono de desafío en la declaración. Ella lo miró extrañada antes de contestar, intrigada, pero sin querer comprometerse.
¾Los aldeanos consintieron el traslado.
¾Pero no les dijeron la verdad sobre su isla.
¾¿Qué quiere decir con eso?
¾ Es una historia larga que le contaré otro día.
¾Venga esta noche a la escuela, será su primera clase.¾ Se despidieron con un apretón de manos. “Se está poniendo bueno” pensó Carl, había logrado establecer contacto con la mujer que había visto a lo lejos en el campamento. Estaba siguiendo los pasos correctos. Algo le decía que en esos ojos podía encontrar felicidad, había logrado una buena conexión, se estaba acercando.
No se hacía ilusiones. Habría otros hombres que enfrentar. En una isla en la que no había mujeres las dos tendrían una numerosa oferta que evaluar. Estarían permanentemente bajo acoso. Carl se encontró rogando que no las molestaran porque la reacción natural a esperar sería el repliegue en si mismas, la duda, la confusión y finalmente el bloqueo. Habría que ver quien se anotaba en la partida, el había pasado por experiencias similares. Sabía del riesgo, había chances de salir herido. Tenía más probabilidades de ganar la lotería ilegal de la isla, que posibilidades de salir del brazo de la mujer. Aún así algo dentro de sí le decía que tenía que probar aun a riesgo de perder. La muchacha lo había mirado un segundo más de lo necesario. Algo iba a pasar y quería averiguar qué.
A la hora acordada Carl estaba prolijamente peinado esperando para ingresar al aula. Vio a Janet a través del patio y se acercó a saludarla.
¾¿Preparado para su clase, Ingeniero?
¾Asi es. ¿Cómo está?
¾Ansiosa. Esperando poder presenciar su clase. Si no le molesta.
¾En absoluto. Será una clase abierta, donde se permitirán toda clase de preguntas.
¾De eso quería hablarle. Seguramente conoce al Capellán naval, encargado de impartir las clases de Catecismo. Toda pregunta referente a lo religioso y filosófico deberá ser derivada a el por disposición expresa del Comandante. Hay un alumno preparado, propenso a hacer esa clase de preguntas. Tiene problemas de disciplina, lo reconocerá enseguida. Es muy rebelde con la autoridad. Quería informárselo antes de que enfrentara al aula.
¾Gracias por el consejo.
Después del recreo, los alumnos entraron al aula. Carl los esperó sentado sobre sus manos a horcajadas sobre el escritorio, con las piernas abiertas y los talones cruzados. No llevaba corbata, solo una camisa blanca con el primer botón desprendido. Los alumnos lo miraron como otro exponente del repentino interés que tenían los americanos en ellos.
14
¾Soy Carl Wessler y trabajo en Los Álamos, Nuevo Méjico. Estoy aquí participando de un proyecto relacionado con la defensa de mi país. Por voluntad propia estoy a cargo de la hora de Física. Tengo una vocación docente que no puedo canalizar a causa de mi trabajo, que como se imaginan me mantiene alejado de la población gran parte del año. Trataré de enseñarles lo que sé, que no es más que lo que me enseñaron. Estoy aquí para lo que quieran aprender.
Se sobresaltó al ver sentada en el fondo de la clase a Janet que lo miraba fijamente. Tenía el mentón apoyado en un puño cerrado con el codo en el pupitre, como una estatua viviente de Platón. La otra mano estaba sobr las piernas cruzadas, redondas y bien bronceadas. Carl por pudor no se animó a mirar más abajo. Al lado suyo estaba el Capellán naval. Un alumno que parecía más grande levantó la mano. Carl lo miró, asintiendo con la cabeza.
¾Es usted científico ¿No?
¾Es una palabra pretenciosa. Pero digamos que sí.
¾Quisiera saber que es lo que hacen en Elugelab.
¾Intentamos emular a Dios¾ dijo Carl riendo. Los alumnos lo miraban divertidos, sin cara de entender mucho.
¾Hablo en serio. Intentamos reproducir lo que ocurre en el Sol.
¾¿Cómo es el Sol?
¾Es una gigantesca bola de plasma mantenida en equilibrio termonuclear. El calor del núcleo compensa la presión gravitacional del hidrógeno de la superficie. Ha estado así durante 5000 millones de años. Como estamos en la mitad de la vida útil del Sol, tenemos otros 5000 millones de años de equilibrio termonuclear.
¾¿Después de eso qué?
¾No se preocupe. Hay una eternidad por delante hasta que tengamos que preocuparnos por ese problema. Ni usted ni yo estaremos aquí cuando el Sol agote su combustible. Ni tampoco sus hijos, nietos, ni tataranietos. Estamos hablando de cinco mil millones de años. Pero de todos modos, aunque sea una eternidad, es interesante plantearse si la humanidad vivirá para ver a apagarse nuestro Sol.
¾¿Qué pasará cuando lo agote?
¾Una serie de cataclismos inimaginables. Primero la estrella se expandirá y después se contraerá.
¾¿Quiere decir que moriremos todos?¾ preguntó una niña levantando la mano, con cara de preocupación. Los demás alumnos rieron.
¾No. No dije eso. Moriremos por otras causas ¾ dijo Carl sonriendo sin poder dejar de sentir ternura.
¾Dije que es interesante plantearse la posibilidad de explorar estrellas más allá del Sistema Solar. Es una epopeya cuya complejidad no podemos siquiera vislumbrar. Acompáñenme fuera por favor¾ les pidió.
Los alumnos fueron acercándose tímidamente a la puerta. Carl la abrió y el grupo salió. Estaba anocheciendo. Contemplaron el cielo nocturno con cientos de estrellas que titilaban en la noche. Ninguno de los alumnos hablaba. Tampoco el Párroco ni Janet se atrevían a pronunciar palabra, embrujados por lo enigmático de esa atmósfera.
Se reunieron en un semicírculo alrededor de Carl, que les pidió que se sentaran. El hizo lo mismo después. Alguien trajo una antorcha y la clavó en la arena, cerca del centro del círculo. La débil llama les iluminaba el rostro a los presentes. Una suave brisa soplaba procedente del mar.
Carl miró hacia el firmamento señalando con el dedo en dirección a un grupo de estrellas que no parecían muy diferentes del resto.
¾¿Ven aquella? Es Alfa Centauri. La más cercana a nosotros. Su luz viaja a una velocidad de trescientos mil kilómetros por segundo y sin embargo tardó cuatro años en llegar a la Tierra. Lo que estamos viendo esta noche no es Alfa Centauri. Es lo que era hace cuatro años, es una imagen del pasado.
Todos se quedaron en silencio, mirando hacia arriba, oyendo el sonido del Mar, con los cuellos doblados hacia el cielo. Después bajaron la mirada para seguir a Carl que se había parado.
¾Les estoy hablando de la estrella más cercana. Por más que lo intenten, es casi imposible dimensionar en nuestras mentes el tamaño real del Universo. Tal vez no fuimos prepados para tener esta clase de pensamientos.
¾¿Quién creó el Universo?¾ preguntó la niña que había levantado la mano antes. Carl la miró.
¾No lo sé. Pero de algo estoy seguro. Quien sea que haya sido el Creador eligió un conjunto de leyes que regulan cada uno de los acontecimientos en el Universo. Si es omnipotente, como dicen, podría haberlo hecho evolucionar arbitrariamente. Pero eligió un sistema, un método. Algo cuyas leyes podemos comprender, sistematizar, esquematizar. He aquí un gran misterio.
¾Ya que usted habló de El ¿Qué entiende por Dios?¾ el muchacho problema se metió sin rodeos con la pregunta prohibida. Era una provocación hacer la pregunta tabú con el capellán naval sentado en la arena unos metros detrás de él.
¾¿Qué entiendo por Dios?
¾Me refiero a si usted piensa si tal cosa existe o no.
¾Es una pregunta personal que no debería contestar. El que debe encargarse de las preguntas filosóficas o de religión es el capellán.
¾Queremos su opinión como científico. La otra la conocemos. Queremos su visión, dénosla.
¾Contestar su pregunta podría meterme en problemas¾ un silencio se hizo en la noche. Carl esbozó una sonrisa mientras el resto de la clase miraba su rostro iluminado por la antorcha, que proyectaba un débil resplandor. El religioso se movió incómodo con las piernas cruzadas.
¾Dios, tal como lo entienden los hombres es una agencia supernatural, eterna, inmortal, que demanda adoración, e influye en los sucesos humanos. No hay prueba de la existencia de ninguna divinidad, incluyendo a Dios, el Creador, o como quieran llamarlo. Se han propuesto varias pruebas acerca de su existencia, enfoques que se han ido ensayando a lo largo del tiempo. Doy como ejemplo la prueba cosmológica. Si todos los eventos tienen que tener una causa, y una infinita regresión a las causas es imposible, entonces Dios es la primera causa. Hay quienes tienen un enfoque místico, dicen haber experimentado a Dios en persona. También hay un enfoque que es la apuesta de Pascal que decía que es mejor creer y estar errado que no creer y estar errado. Así muchos creen en cosas como la reencarnación o en el cielo y el infierno. De eso se trata la fe, de creer en algo sin tener pruebas de que exista. Sentado a metros de ustedes hay una persona que consagró su vida al ejercicio de una fe, actitud que debe ser respetada en la medida en que es una necesidad de mucha gente tener un culto de referencia.
La clase miraba el rostro de Carl. Sus ojos brillaban mientras recorría el grupo que lo escuchaba sin interrumpirlo y un suave siseo de las palmeras, eralo único que se escuchaba. Su verborragia había impresionado a todos, incluyéndolo el mismo. Sus afirmaciones sonaban incluso más convincentes de lo que hubiese querido. Muchos se movían incómodos en la arena mirando al párroco, que estaba con los ojos cerrados escuchando, en posición de rezo, con las manos juntas. Parecía estar en trance o daba la impresión de querer estarlo, todos esperaban que de un momento a otro abriera los ojos y empezara a hablar o rezar.
¾Si uno extrapolara lo que ocurre con el conocimiento científico ¾continuó¾ y se animara a hacer una predicción, podríamos decir que a medida que el hombre vaya conociendo más del Universo que le rodea, las religiones tendrían que tender a desaparecer con el tiempo. La aplicación sistemática de las leyes de la ciencia para explicar los fenómenos naturales podría provocar que se diluyan en el tiempo hasta quedar vacías de significado.
Se había animado a hacer la predicción que tenía en mente desde que le advirtieron sobre religión. Pese a haberse prometido no contestar esa clase de preguntas. Una preocupación creciente se adueñó de él, una vez más su temperamento provocador lo metía en problemas.
¾ Es decir que usted es ateo.
¾No dije eso. ¿En algún momento dije que no existe Dios?. Solo dije que hasta ahora no hay pruebas de su existencia. Salvo que uno interprete todo lo creado como prueba. La verdad es que soy un simple mortal, mis dudas no me salvan del dolor. Tengo miedo a la soledad, a sufrir, al abandono, a morirme solo en la cama de un hospital. La otra noche en mi barraca tuve miedo de morir lejos de alguien que sintiera afecto por mí. La verdad es que si tienen el don de la fe, mejor para ustedes. Serán más felices y tendrán menos tribulaciones, aunque las tendrán. Yo lamentablemente todavía no creo. Digo lamentablemente porque el no creer no me hace feliz, al contrario. Me gustaría creer. Lo he intentado, pero no me funciona, no me sirve, no me encaja. Quisiera tener una fe que me acoja, que me dé paz. Me parece que la fe es como el amor. Por más que nos lo propongamos no podemos amar a alguien a voluntad. De la misma manera, por más que lo intentemos no podemos obligarnos a creer. Ahora yo les pregunto ¿Qué es mejor? ¿Amar o no amar nunca? ¿Creer o no creer en nada?. Se los pregunto porque no tengo respuestas, solo dudas, interrogantes. Solo me parece que la vida es una lucha. Los que tienen el don de la fe tienen un bastón, una muleta donde apoyarse. Aunque a veces ese bastón se doble bajo el peso de las dudas. Un refugio para protegerse de la certeza de la muerte que a mí me paraliza. Pero sigo trabajando, pensando, estudiando, investigando. No pierdo la fe de encontrar alguna respuesta espiritual. En un momento pensé que la ciencia me daría todas las respuestas. Hoy tengo la sensación de que, con todo lo hermosa que es, con todo lo que la amo, con todo el tiempo que le he dedicado, nunca me podrá brindar ese tipo de respuestas. Tendré que hallarlas por mí mismo en otro lado.
Carl hizo una pausa, miró al suelo, con las manos juntas. Después levantó la cabeza y habló.
¾No pierdo las esperanzas, porque si soy capaz de amar¾ dijo observando a Janet a través del aula, hablando despacio, emocionado, casi en un susurro y con la voz entrecortada.
¾Pueda que algún día también sea capaz de creer¾ dijo, con los ojos brillantes, tratando de ocultar su emoción.
¾Felicitaciones ingeniero¾ sonrió Janet en la obscuridad mientras avanzaba donde él estaba. Petrificado, sintió sus pasos en el suelo de arena. El grupo de alumnos se había dispersado, electrizados, llenos de preguntas sin responder.
Ella usaba unos zapatos sensuales. Una especie de suecos que le dejaban las pantorrillas y los dedos del pié descubiertos. Carl bajó la vista y se concentró en los pies, los más hermosos que recordaba. Ella pasó al lado suyo dejando un aroma a perfume, que no supo identificar. Fue hasta la puerta de la escuela. La cerró y después entornó el postigo de la ventana.
¾¿Le gustó mi clase?
¾Fue interesante.
¾Supongo que estoy fuera¾ había cierto tono de pregunta en la afirmación.
¾Eso no lo sé. Lo decidirá el Comandante.
¾¿Esta molesta conmigo por haberme metido con la religión?
¾No, pero contestar la pregunta quizás no fue lo más inteligente.
¾He sido un tonto ¿verdad?
¾El capellán hablará con el Comandante. Es un hecho.
¾Y entonces..
¾Es probable que esta misma tarde el Jefe me pida hablar sobre usted.
¾¿Que opina sobre la religión?
¾Tengo las mismas tribulaciones espirituales que usted. Pero aún así trato de creer.
Se acercó aún más para mostrarle una cruz que llevaba en el cuello. Estaban a un metro de distancia uno del otro, pero Carl no miró el crucifijo sino sus manos, perfectas, estilizadas, brillantes por la abundante keratina, propias de una fina mujer. Siempre le habían atraído las manos de las mujeres. Ella detectó el curso de su mirada, no había anillos en aquella mano, ni en la otra tampoco. Mientras sostenía la cruz lo miró directo a los ojos. El solo tenía que acercarse, solo un paso, solo un metro. Se incorporó del tronco de palmera donde estaba recostado, respirando profundamente, con el corazón latiendo contra el pecho. Se sobresaltó al comprobar que estaba experimentando una erección, que debía disimular con la mano en el bolsillo. Ella lo seguía con la mirada puesta en sus ojos. Carl no hubiera podido determinar cuanto duró aquel acercamiento. Pero ya no había tiempo para pensar. Estaban tan cerca que agarró con su mano la cruz de ella. Sin tener control de lo que estaba pasando se dio cuenta que la tenía a menos de medio metro de distancia. Tirando del collar suavemente atrajo a la mujer hacia él. Ella dio un pequeño paso al frente encandilándolo con sus pupilas verdes que brillaban con el resplandor de la antorcha. Todavía ardía a unos metros, clavada en la arena. Sus ojos, mas abiertos que nunca estaban fijos en los suyos. Estando cara a cara Carl cayó en la cuenta de que su fantasía estaba próxima a cumplirse. Eso le dio una tranquilidad que hacía tiempo no experimentaba. Solo tenía que dar el paso del cual no habría vuelta atrás. Acercó su rostro al de ella hasta unos centímetros. Agarró un mechón de su pelo que caía por su rostro mirándola muy serio. Acercó su rostro, buscando su aprobación para lo que se venía. Ella se acercó aún más. Carl abrió su boca, cerró los ojos y se estremeció de placer al sentir sus labios abiertos, calientes y bien dispuestos. Con su brazo le rodeó el cuello apretujándola contra su cuerpo.
¾Aunque sea por este instante te llevaré conmigo donde quiera que vaya. Porque eres este momento, ambos somos este momento¾ dijo Carl en la oscuridad de la habitación. Janet estaba a su lado, desnuda. Afuera en la noche sonaban los grillos. Tenían su mundo dentro de la habitación. Desaparecían las sensaciones terrenales como el miedo, la incertidumbre, la certeza de la muerte. En ese contexto parecían lejanas, extrañas.
Ahí dentro estaban solos. Las personas que estaban fuera eran desconocidos. Los dos únicos seres de la creación eran Carl y Janet. El universo tenía su centro en su habitación. La música del Mar rompiendo en la lejanía tenía significado propio para ellos. Quedaría grabada en sus memorias, asociada para siempre, a un momento de felicidad. Ese significado, era, al fin y al cabo, solo descifrable por ellos, como poseedores de la llave mágica de la intimidad.
Afuera la noche seguía su curso normal. Carl sentía que la vida le daba otra oportunidad, que la suerte le guiñaba un ojo.
Siempre intuyó, aún sin poder expresarlo en palabras, que la vida no podía reducirse a lo que se veía, oía y tocaba. Había algo más en el mundo, algo que no se ubicaba físicamente en ningún lado, que existía en todos lados y en ninguna parte. Era un estado de ánimo, una ensoñación, un estado evolucionado de la conciencia, un gran signo de pregunta.
Era la ilusión de que un día, alguien entendería de una vez para siempre el sentido último de la vida, si es que había alguno. Se acercó a ella, se sentó en el borde de la cama y sacó un habano. Mientras lo encendía Carl disfrutó viendo que a su lado ella lo observa fijamente. Simulando estar concentrado en prender todos los ángulos del cigarro, esperó unos instantes. La atención de ella no se disipaba. Hizo muecas con el rostro mientras disfrutaba del sabor que el tabaco dejaba en su paladar.
A través de la persiana entreabierta se escuchaba el siseo de las palmeras imperceptiblemente agitadas por la brisa nocturna. Carl se volteó para observarla.
La muchacha lo miraba con tranquilidad, como si hubiese esperado toda la vida ese momento. Sus ojos almendrados lo miraban fijo y apenas pestañeaba. Una corriente de aire le movió el cabello lacio sobre los hombros. Movió la cabeza y miró en dirección al mar que estaba calmo a esa hora de la noche. Acostado en esa cama, con la muchacha a su lado, Carl sintió dentro de sí fuerzas que había creído perdidas para siempre.
Nuevos puntos de vista, aproximaciones distintas a la realidad se abrían a su espíritu. Eran dos seres que se encontraban en la inmensidad del universo. En un lugar y una situación extraña para ellos mismos, allí estaban. Algo que para otros resultaría incomprensible, para ellos, tenía todo el sentido.
Lo que los demás, y en particular Holloway pensase lo tenía sin cuidado.
Había aguantado la presión de ir a lugares que no buscaba. Ahora quería fijar su rumbo, ser el capitán del barco de su vida. Ya tenía algo importante. Un rumbo que seguir, una orientación, un punto cardinal.
Le daría un giro a su escala de valores. De ahora en adelante él y no el burócrata de turno iba a decidir su día. Se levantaría por las mañanas sin nada prefijado aparte de los planes que el mismo se propusiese llevar adelante. Un tranquilo sosiego inundó su espíritu. La belleza de Janet a su lado era todo lo que necesitaba.
Cada vez que volteaba la cabeza para mirarla, descubría y se maravillaba con un nuevo detalle de su cuerpo. El sentía haber iniciado un camino que era completamente distinto a lo que había conocido hasta entonces. “Las decisiones son solamente el comienzo de algo” pensó para sí.
Los contratiempos, las derrotas y las depresiones que había vivido en el pasado parecían tener razón de ser. Porque cada una de sus decisiones anteriores acertadas o no, lo habían llevado hasta ese lugar a conocer a esa mujer.
Como de un sueño del que se despertaba de pronto, en instantes había trascendido la visión competitiva de la vida. Ahora quería explorar el universo que formaban juntos, explorar de una vez y para siempre su propio interior, con la ayuda de ese espejo magnífico que era ella.
Salieron a caminar por la playa más alejada del poblado. Su silueta, delicadamente atlética y sus pies descalzos se movían con una agilidad felina por la arena virgen de pisadas de la playa. La oscuridad reinante los volvió invisibles a los ojos propios y extraños. En la lejanía se escuchaban los ladridos de los perros apagados por el sonido de las olas del mar. En la laguna se distinguía la flota anclada en la laguna, como una ciudad con edificios llenos de luces.
Tirados de espaldas en la playa, mirando el cielo nocturno, comprendieron en ese instante la conexión que habían logrado. Se quedaron contemplando las estrellas durante un tiempo indefinido. Ninguno de los dos quería volver al poblado. Cada uno tenía sus razones.
A el lo reprenderían por no estar las 24 horas disponible para Holloway, como un boy scout. Rappaport no dejaría pasar semejante oportunidad para pedir su expulsión del cuerpo científico. Seguramente ya estaba en marcha el operativo de reemplazo para instalar a Carson como mano derecha de Holloway.
Ya no le importaba, el ambiente del Laboratorio era tan distinto a lo que quería, que se preguntó cómo había resistido tanto tiempo. Años de su vida pasados con gente que no le agradaba, haciendo un trabajo que sería utilizado con fines que no compartía.
Miró a su lado y vio que la mujer dormitaba junto a el, tapada por la camisa que él le había tendido a los hombros. Mientras la arropaba, para protegerla de la brisa que venía del mar abierto, comprendió cuanto había cambiado ahora que ella estaba en su vida. Lo veía con claridad. Mirando en retrospección, en esos últimos años, siempre había estado tratando de ser aceptado, de no desentonar, de verse bien a los ojos de los demás. Ella simplemente le había dicho “Sé tu mismo. Te acompaño al lugar que sueñas”. Era el inmenso poder transformador del amor.
Ahora era su tiempo. Se le ocurrían posibilidades que no había vislumbrado. Combinaciones nuevas para tratar de alcanzar su sueño; participar en la exploración espacial. Había muchas formas de ir en dirección de la astronáutica. A diferentes velocidades, siempre en el mismo rumbo.
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El padre David se anunció ante el secretario del Comandante. Se le indicó que esperara en las incómodas banquetas de madera de la galería. Luego de minutos que le parecieron eternos, el Comandante accedió a recibirlo. El ayudante lo condujo a su despacho, amplio y prolijamente ordenado.
El Comandante que se levantó con aplomo de su silla y fue hasta la puerta a recibir al religioso, que le agradeció con un sudoroso apretón de manos.
¾Me temo que esta vez vengo por un asunto por demás desagradable¾ dijo sentándose.
¾No me diga.
¾Es algo por lo cual jamás imaginé que estaría en su despacho Comandante.
¾Lo escucho.
¾Tengo un presentimiento. Parece que el diablo está metiendo la cola en la isla, intentando captar almas con un racionalismo desprovisto de sentimiento. Y la infección que tememos está comenzando por el último lugar donde debería hacerlo: la Escuela.
Jason levantó la vista del legajo que estaba leyendo y se quedó mirándolo fijamente por unos segundos.
¾Tal cual lo escuchó. Alguien está impartiendo clases en la escuela, dañando mi tarea evangelizadora.
¾¿De quien me habla?
¾De un tal Wessler.
Un sudor frío invadió al Comandante. Wessler se había infiltrado en la escuela. Soltó aire como un boxeador al que han golpeado en el estómago. Hizo un esfuerzo para que su estado de ánimo no se notara. El otro no debía descubrir lo que le pasaba. Ocultó sus emociones como siempre lo hacía, mostrándose seguro, con cierto tono agresivo.
¾Me lo suponía. No quería que el cuerpo científico participara en la escuela porque sabía lo que se venía.
¾¿Cómo nos libramos del tipo? Usted sabrá darle el tratamiento adecuado. Es un área donde están prohibidas las actividades políticas. Ahí tiene una buena excusa para encarcelarlo hasta que esto se aclare.
¾Gracias por la sugerencia padre¾ dijo Jason disgustado. Ese insolente se estaba creyendo mas de lo que era. Venía a su despacho y se daba el lujo de darle consejos que no había pedido. Un baño de realidad no le vendría mal, cuando hubiera terminado con Wessler preso en la cubierta inferior del Estes.
¾Lo estoy investigando. Aún no podemos echarle mano encima porque el Jefe Técnico lo considera necesario para la realización del Test. Tenga paciencia padre, ya tendremos oportunidad de verlo esposado a bordo de un C34 rumbo a una condena ejemplar bajo el cargo de actividades contrarias a la seguridad del estado
Con voz decreciente el Comandante se había acercado al cura, apoyando los codos sobre el escritorio en una posición intimidante.
Aquello se le estaba yendo de las manos. Jason conocía la sensación. De su experiencia en el Academia Naval sabía cuando una enemistad pasaba a otro nivel, el del odio. Aquel sujeto estaba jugando delante de sus narices al socialismo, en medio de un atolón decomisado por el gobierno americano para un ensayo nuclear clave para el país. Estando bajo jurisdicción de la Marina de los Estados Unidos esas cosas no podían salir impunes. Cientos de hombres comentaban y convertían en mitos sus fechorías. Sabía que no podía echarle mano encima hasta terminar el experimento. Una gesto de preocupación arrugó el ceño de Jason cuando pensó en el periodista. Le quitaría margen de acción en el caso Wessler. Tendría que desviar su atención, tratando de que no trabara amistad con el sedicioso. Una historia como esa, alocada y ridícula, publicada en el New York Times podría dañar irreversiblemente su carrera.
Un estremecimiento le cruzó el cuerpo cuando pensó en esa posibilidad. Decidió tomar el toro por las astas y salió decidido de su despacho. Estaba oscureciendo, lo cual le ayudaba en lo que quería hacer. Wessler debía pagar los descalabros que estaba provocando en la isla, su isla.
Trató de pasar desapercibido mientras caminaba hacia la barraca de Wessler. Pero los hombres que cruzaba en la calle lo reconocían y se detenían en seco para cuadrarse, incomodándolo y poniéndolo en evidencia. Tendría que ir más tarde cuando no hubiera oficiales pululando por el campamento.
Cenó en su habitación y a las doce salió a dar un paseo nocturno, vieja costumbre suya. Cuando se acercó a la barraca donde le habían indicado que vivía Wessler, vio las luces exteriores apagadas y un tenue resplandor en el interior. Se acercó sigilosamente, tratando de no ser visto, algo fácil en ese lugar alejado de Lagoon Road. Miró hacia los costados notando que nadie lo observaba. Se había hecho tarde, los hombres ya estaban durmiendo para comenzar el día temprano por la mañana. En la lejanía escuchó un jeep militar que recorría el campamento. Cruzó la calle recorriendo con sus ojos la construcción en la penumbra. Pisó suavemente el primero de los escalones que llevaban a la galería, comprobando que no emitiera ningún chirrido. Luego lo hizo con el segundo. Cuando alcanzó a pisar los primeros tablones del piso se acercó al postigo. No podía ver mucho desde allí pero Jason se sobresaltó al percibir un movimiento al lado de la ventana. De un salto traspasó la baranda que separaba la galería de la calle arenosa. Alguien estaba despierto y quizás pudieran verlo. En la calle se refugió en la sombra que proyectaba la cabaña y se quedó paralizado cuando sintió que la puerta y escuchó la voz de Wessler. “Alguna reunión de trasnoche con otro sedicioso” pensó. Esperaba la respuesta de otro hombre cuando escuchó una voz de mujer susurrando. Cuando identificó a Janet un escalofrío surcó su cuerpo seguido de una ola de malos presagios.
La muchacha estaba con él. Lo que le había dicho al oído su ayudante no estaba errado. El tipo había aprovechado de su idea para no solo revolucionar la escuela sino que también le estaba arrebatando la mujer. La misma que él, el hombre más poderoso de la isla había seleccionado de entre las tantas que habían circulado por su vida.
Los dos se abrazaban deciéndose cosas al oído. Protegidos por la impunidad que daba la oscuridad de la noche. Ignorando evidentemente que él estaba a solo un par de metros, amparado por la misma noche que les daba cobijo. Lo asaltó el impulso de abalanzarse contra ellos. Cerró los puños y le costó controlarse. Refrenándose se dio cuenta de que era mejor desaparecer de la escena. De espaldas retrocedió por el espacio vacío que había entre la cabaña de Wessler y la contigua. Mirando por encima del hombro para penetrar en la oscuridad vio que el camino estaba despejado de obstáculos para llegar a la calle que corría detrás.
Mientras se alejaba caminando a grandes trancos, suspirando, con el pecho agitado meneó la cabeza contrariado diciendo en voz alta, con la voz temblando de furia.
¾El hijo de puta. Ese hijo de puta de Wessler.
Al día siguiente Carl desembarcó cansado del conmutador que lo traía de Elugelab. Quería ver a Janet para hablarle de sus planes, pero habían acordado no llamar la atención de los demás, por lo que se verían a escondidas noche por medio. Caminó los metros de distancia en la oscuridad, llegó hasta su barraca abrió la puerta que dejaba sin llave y prendió la luz. Tirado en el suelo estaba el perro que alimentaba y del que se había apropiado. El animal convulsionaba junto a un charco de vómito rojizo. Cuando se acercó, comprobó que temblaba y levantándole la cabeza vio sus ojos llorosos. Maldiciendo llamó a gritos al médico que habitaba una barraca a pocos metros de la suya. Nadie le respondió, a esa hora el doctor seguramente estaba en la cantina, como todos, mirando la película de los viernes. Siguió gritando, esta vez con furia y otra ola de vómito caliente salpicó la pierna de Carl. El perro agonizaba.
¾No te mueras viejito. No te mueras por favor ¾susurró mirando por la ventana. Volvió a gritar y un oficial que pasaba se acercó a la puerta. Cuando subió a la galería su preocupación se tornó furia: era el ayudante del Comandante que andaba por allí. No tenía tiempo de pelear, tenía que salvar primero a su mascota.
¾Busque al médico rápido. Mi perro se está muriendo.
¾¿Al médico por un perro?
¾¡Llame al medico!¾ el ayudante no sabía que hacer. Como no se movía, Carl le gritó.
¾Búsquelo hombre. ¿No ve que se está muriendo? Debe estar en la cantina. ¡Por favor!¾ el otro salió caminando hacia allí. Carl puso la cabeza del ovejero del contra su estómago. El perro dejó de llorar pero al rato volvió a convulsionar. Cuando le tocó el pecho se sobresaltó, el corazón latía a un ritmo imposible. ¿Dónde se había metido el doctor? Los minutos pasaban y él seguía ahí. Sintió pasos en la calle, pero no era el médico. ¿Dónde estaba? Pasaron otros veinte minutos y comenzó a gritar nuevamente pidiendo ayuda, a esa hora todos estarían mirando la película que estrenaban los Viernes. Nadie respondió y volvió a gritar, maldiciendo.
¾Auxilio, ¡alguien que me ayude!¾ en la lejanía se escuchaba un eco de música, que parecía el crescendo de piano de una película de terror. Carl no sabía si correr las cuadras que lo separaban del cine o quedarse con el animal convaleciente. Aún a riesgo de que muriera tenía que hacer algo. Apoyó suavemente la cabeza del ovejero en el piso y salió corriendo.
¾No te mueras viejito ¾le dijo en voz baja al oído, acariciándolo suavemente en la cabeza mientras miraba sus ojos llorosos¾ ya vuelvo con el médico.
Como se imaginaba, alrededor de la pantalla de tela blanca se congregada casi toda la isla. Había más de mil hombres ahí, encontrar al médico tomaría tiempo. Cuando dobló por la cantina, vio que Jason estaba sentado al lado de Holloway y ambos lo miraron. Unos metros detrás estaba el médico sentado con el ayudante del Comandante. El ayudante le sonrió mientras las luces y sombras de que emitía la pantalla se proyectaban en su rostro. Carl dio un rodeo acercándose donde estaba el médico. Alzando la voz sobre el sonido del cine le habló al oído.
¾Lo necesito urgente Doctor. Mi perro está enfermo. Creo que es grave.
¾¿Un perro me dijo? ¾el médico se apartó para mirarle el rostro e hizo una mueca. Miró la pantalla un momento y le dijo algo al ayudante que estaba sentado al lado. Después con una lentitud que a Carl le pareció desesperante se levantó de su asiento moviéndose de mala gana. Cuando abandonaban a toda prisa el lugar Carl miró con desprecio al ayudante sentado más atrás. Caminaron a grandes zancadas por las calles de arena en la penumbra, sin dirigirse la palabra. Cuando llegaron a la barraca el perro estaba muerto. El médico examinó el vómito sanguinolento que cubría el piso y dictaminó con seguridad:
¾Envenenamiento con vidrio molido. Una muerte espantosa, le aseguro¾ Carl lo había sospechado desde el primer momento pero ahora que el médico se lo confirmaba no tenía dudas de la autoría, ¿Habría sido el Comandante en persona o su ayudante vasallo?
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¾Pareciera como si fuera a estallar¾ murmuró detrás de Jason el ayudante mirando el barómetro. La presión atmosférica había ido bajando. Una tormenta tropical se estaba gestando en los alrededores. Desde el puente observó como las ráfagas encrespaban las aguas de la laguna, escorando un conmutador cargado hasta la línea de flotación que salía del muelle. Maniobrando diestramente el oficial logró sortear las olas para acercarse a la costa. El cielo fue adquiriendo una tonalidad obscura mientras el mar encrespado chocaba contra la borda de la nave. Finalmente la tormenta se desató. Desde el puente del Estes, Jason pudo ver las olas rompiendo contra el límite exterior del arrecife. Hombres empapados aseguraban las cadenas ante la eventualidad de que el viento arrastrara las anclas en el fondo estrellando los barcos contra el coral que surgía abruptamente desde el fondo. El atolón, con su forma ovoide los protegía parcialmente pero las olas crecidas en altura por la falta de profundidad se colaban por los canales que separaban las islas entre sí. Gruesas gotas de lluvia golpeaban de costado contra las ventanas de Plexiglás del puente. El viento silbaba, las palmeras perdían hojas con sus troncos de resina torsionandose en ángulos imposibles.
La tormenta de afuera no era nada comparada con la ofuscación que sentía Jason dentro de sí. La noche anterior había visto un espectáculo que hubiera preferido no presenciar nunca. Wessler besaba en su barraca a la mujer más codiciada de la isla. ¿Porqué los idiotas tenían suerte con las mujeres? ¿Porqué ella lo elegía pudiendo ser la mujer del Jefe? No lo comprendía. De una cosa estaba seguro. Aquel tipo pagaría una por una sus faltas y pecados. La primera, burlarse de los plazos establecidos por el presidente de la Nación en persona. La segunda confundir con un discurso ateo a una población nativa que se hallaba apartada de la infección socialista que se extendía por el mundo, y que no había generado los anticuerpos para combatirlo. Y la tercera, tal vez la mas grave de todas: robarle en sus narices una mujer al comandante de la isla, cuando era notorio su interés en ella.
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Mirando a los últimos nativos ser embarcados en las lanchas Janet lamentó haber sido engañada. Después de hablar con Carl sabía la verdad de lo que vendría. El atolón que había aprendido a querer quedaría desierto. A pesar de las promesas que había escuchado, los primitivos habitantes no podrían volver. La US Navy no lo permitiría. El Comandante las había usado cínicamente.
Muchos de aquellos pobres diablos se iban con en la ilusión de un pronto retorno en sus rostros. Acostumbrada a una visión economicista, en la que todo tenía un precio fijado de antemano, Janet se descubrió odiando el sistema del que formaba parte. Sirviéndose de la avidez de dinero para lograr sus fines, la burocracia lograba comprar las voluntades de los isleños.
Carl le había dicho que después de la bomba llamada en código Mike, nadie podría vivir en el atolón nuevamente. La radioactividad residual del Test haría imposible cualquier intento de los nativos por volver. Cuando la serie terminase los dos atolones seleccionados para las pruebas, Eniwetok y Bikini[iii] serían inhabitables.
¾No sé por que te preocupas. No es tu problema¾ le había contestado Shannon cuando se lo comentó. En cierto sentido tenía razón. Los propios aldeanos deberían preocuparse por su futuro. No obstante, el argumento, aunque razonable no lo convencía del todo. Que la Armada negociara en igualdad de condiciones un contrato de desalojo con nativos semianalfabetos la fastidiaba. Ella ya tenía demasiados problemas como para hacerse cargo de los problemas de otros. Pero ¿por qué los otros eran inmunes al sufrimiento ajeno?
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En Elugelab, el montaje de los componentes internos de Mike requirió más precisión que fuerza bruta. El espacio restringido y la poca visibilidad obligaban a trabajar con cuidado. Se trataba de elementos inestables, mantenidos a temperaturas extremas. Los hombres a pesar del cansancio se compenetraban con el trabajo.
Ya no bromeaban montados en la densa estructura de caños. Trabajaban con la celeridad que da el tener una fecha límite. Hablando solo lo estrictamente necesario para terminar el trabajo lo antes posible.
A medida que se acercaban a la finalización del montaje se apoderaba del grupo una sensación palpable, real, contundente pero no desconocida para ellos. La sensación física de estar haciendo historia.
El canal de radiación fue cerrado parcialmente con una tapa de uranio para que la explosión no dañara antes de tiempo el secundario que estaba debajo. La carcasa exterior de Mike estaba hecha de acero inoxidable de treinta centímetros de espesor. Debía soportar la presión que generaba el primario al estallar sin vaporizarse una fracción de segundo, lo suficiente como para que el cóctel se mezclase y la energía no escapara antes de tiempo. Entre el primario y el secundario se encontraba el canal de radiación, por donde los Rayos X llegarían al secundario, relleno de un exótico material, recientemente inventado por Dupont Corporation: el polietileno.
Liviano, de estructura química sencilla, solo se componía de carbono e hidrógeno. Se adaptaba a la perfección a las necesidades de los técnicos. Su función era ser ionizado para convertirse en plasma, el cuarto estado de la materia. El polietileno evitaba que las paredes de metal de la carcasa se desintegraran antes de tiempo, restándole energía al proceso de combustión.
El plasma, con su tremendo calor contribuía en la formación de la reacción termonuclear. La tapa sería a la vez ser un factor importante de la potencia de la bomba; una vez que el deuterio fusionara, alcanzando enormes temperaturas. El uranio, que no estaba diseñado originariamente para eso, fisionaría.
El dispositivo sería entonces de tres etapas. Algo inédito en la breve pero intensa historia de las armas nucleares. El primer dispositivo de “fisión-fusión-fisión” de la humanidad.
Se había ideado un sistema para aislar el deuterio del exterior. Las paredes térmicas que los contenían debían tocar las paredes exteriores que estaban más calientes. Para ello utilizaban el mejor aislante conocido: el vacío.
El uranio era uno de los peores materiales para introducir en un entorno criogénico. Por su opacidad y la constante radiación que emitía en forma de calor, se trataba, al igual que el radio y otros elementos radioactivos, de las pocas substancias intrínsecamente calientes de la naturaleza. Su temperatura siempre superior a la del ambiente por la emisión de partículas alfa era constante a lo largo de su vida media
El Grupo Panda se las ingenió para lidiar con el problema. Probaron con más de sesenta materiales aislantes y de las pruebas surgió que el material más adecuado para recubrir el uranio era el oro. Tanto la tapa del secundario como la bujía estaban pintadas con una gruesa capa de oro que impedía que el calor que en forma natural escapaba del uranio dañara los tanques con deuterio y provocara la condensación del agua. Como el costo no era un factor determinante, ni siquiera significativo en el diseño no se molestaron en buscar un sustituto más económico. Solo lo mejor debía ser utilizado para lograr el fin propuesto: que el baby funcionase.
El montaje del primario puso a prueba la paciencia de todos. Era una bomba de plutonio cuya compresión se lograba a través de noventa explosivos distribuidos en forma simétrica alrededor del núcleo circular. La sincronización de todos generaba la compresión necesaria para iniciar la reacción en cadena de la masa crítica ubicada en el centro.
En el secundario en cambio el problema no era la alineación sino el trabajar con materiales -diversos y con temperaturas extremas. El aire caliente y cargado de humedad de Eniwetok amenazaba con penetrar las paredes de los tanques exteriores del sistema criogénico provocando un cortocircuito en la instalación eléctrica. El agua chorreaba por todo el sistema y la humedad sofocaba a hombres acostumbrados a trabajar en la sequedad del desierto de Nuevo Méjico, que debían cambiarse de ropa, empapados de transpiración.
A pesar de la minuciosidad del diseño había cuestiones que eran preguntas abiertas. Algunas difíciles de prever como el exceso de condensación provocado por la diferencia de temperatura entre el aire exterior y los tanques.
A medida que resolvían sobre la marcha los imprevistos, una inocultable sensación de bienestar se apoderaba del equipo técnico. Eran buenos, nadie lo ponía en duda. Por eso habían sido elegidos de entre cientos de aspirantes. Debían ahora continuar la tradición. Dejar bien en alto la imagen del Laboratorio Nacional de Los Álamos lugar mítico y secreto que tenía un importante valor en el imaginario popular norteamericano.
La cápsula de tritio debía ser manipulada con cuidado. En la parte más delicada del dispositivo, unos pocos gramos servían para catalizar toda la explosión. En el momento en el cual la sacaban del refrigerador criogénico Carl hizo una mala maniobra y casi la estrella contra la pared térmica de Mike, lo le valió de torvas miradas de reprobación tanto de Marshall Holloway como de Carson Mark. En un cruce de miradas decidieron relevarlo definitivamente de su trabajo.
Sorprendidos por su comportamiento se acercaron a hablar con él una vez que terminaron de ajustar las tuercas, bulones y roldanas de la tapa exterior. Carl exhibía un aliento alcohólico importante. Su suerte estaba echada.
¾Amigo, tómate un tiempo fuera del Laboratorio. Has trabajado mucho y eso te ha afectado¾ Holloway le hablaba en el tono más impersonal posible, tratándolo como a un conocido lejano. Habían compartido largos días en el diseño del artefacto, y eso le dolió a Carl, que aún borracho tenía conciencia del entorno.
¾Será mejor que tomes un retiro espiritual. Te vendrá bien, puedes pedir una licencia sin sueldo a Norris Bradbury, no te la negarán y podrás volver a casa.
Mientras Carson Mark le hablaba Carl vio finalmente su oportunidad. En vez de oponerse, los dejó hacer. Les dijo que se daba cuenta de que era inútil luchar con la depresión. Pediría una licencia, una vez que estuviera en los EE.UU. iniciaría un tratamiento de rehabilitación para alcohólicos.
¾Creo que esta vez tienen razón. Tengo un problema con la depresión que no puedo manejar. La psiquiatra me lo diagnosticó hace días. Marshall quiero que intercedas para que pueda salir en el primer C34 rumbo a Kwajalein sin que el Comandante me detenga.
¾No estas en posición de proponer planes de salida que te convengan. Solo puedo sacarte de mi equipo. No puedo darte un salvoconducto para salir de la isla.
¾Solo quiero que digas que soy de confiar. Lo cual es estrictamente cierto.
¾¿Porqué no te quedas a mirar la explosión? Faltan solo un par de días. No te vendrá mal ver el producto de tu trabajo. Después de todo estás tan involucrado como nosotros. Es tu bebé.
Carl se tiró en su cama. No había podido sacarle a Holloway un salvoconducto para salir. Dio vueltas incómodo y preocupado. De un salto se levantó, algo se le había ocurrido. No podía quedarse durmiendo su depresión todo el tiempo que durase aquello. Tenía que salir cuanto antes de la isla, comenzando una vida nueva en otro lugar. Haciendo algo relacionado con la astronáutica. Cumpliendo su sueño.
Miraba el cielorraso de eucalipto tirado en su cama. El ventilador de techo removía ágilmente el aire de la habitación. Era de noche. Se incorporó sobre un codo y tanteó la mesa de luz para buscar el paquete de Kool. Encendió uno y aspiró una larga bocanada. Después lo observó con una mueca de asco, dijo “no necesito más esto” y lo arrojó por la ventana, todavía prendido. Agarró el paquete con la caja de cerillas y también las arrojó. No necesitaba destruirlos, no las volvería a tomar. El Sol y la lluvia se encargarían de terminar con ellos.
Afuera la noche estaba tranquila. De repente tomó conciencia de que alguien en la isla pensaba en él, no de una manera egoísta sino con amor.
¾Ahora lo puedo hacer¾dijo parándose de un salto de la cama. Era inevitable en una noche como esa volver a los proyectos que tal vez ya no eran incumplibles. Tenía que pensar con velocidad para lograr salir de la isla bien parado y sobre todo, con Janet al lado suyo, acompañándolo.
Sabía que podía convertir ese aparente desastre en un éxito. Por primera vez en mucho tiempo no vivía ni en el pasado ni en el futuro. Podía concentrarse en el presente y sentir la reserva inmensa de fuerza que encerraba.
Abrió despacio el mosquitero de la puerta y salió a la galería.
Afuera, en la noche tropical sintió el lejano rumor de las olas contra el arrecife. Ahora con Janet tenía una nueva oportunidad.
Había pasado por depresiones, sí. ¿Que importaba?. Ahora tenía la energía y las ganas para hacer lo que quisiera. La falta de voluntad y la ausencia de iniciativa dejaba lugar a una energía electrizante que circulaba por su cuerpo. Sentía como bullían dentro de el las ganas de hacer. Por primera vez en mucho tiempo no sentía tristeza, vacío existencial, culpa, ni sensación de soledad. La mente ya no le creaba pesimismo, ni acrecentaba pensamientos de inseguridad, ni temor.
En un libro que le había prestado Janet había leído que las depresiones tenían dos causas: externas o internas. Las primeras tenían que ver con los desengaños afectivos, los conflictos interpersonales, la marginación o aislamiento por parte de otras personas. Las segundas eran características propias de la personalidad que sumadas a una causa externa actuaban como factor desencadenante. Estas características eran la baja capacidad de frustración, los miedos patológicos, las preocupaciones prolongadas, el pesimismo, la tensión nerviosa, fobia social, tendencia al aislamiento y la soledad, personalidad dependiente, fuerte añoranza del pasado, rigidez de pensamiento, duelos mal resueltos.
Cuando volvió a leer la lista Carl se dio cuenta que ya no encajaba en la descripción. La clave para derrotarla estaba en el nivel de comprensión, en el cambio de la forma de encarar esas vivencias. Decidió que quería volver a ver lo mejor de si mismo, como ya lo había visto una vez.. Para ello lo principal no era dominar su voluntad, ni hacerla trabajar forzadamente, sino escuchar lo que su alma tenía para decir. Había tenido intentos anteriores, pero esta vez estaba dispuesto a poner todo para lograrlo. Pero fundamentalmente, tenía más experiencia.
Debía formularse una pregunta, que le daba sentido a todas las otras: ¿Para que vivo? ¿Soy capaz de dejar la vida por algo? ¿Soy feliz haciendo esto que estoy haciendo?. Lo importante no era conseguir metas, resultados ni el éxito tal como lo entendían todos. Tampoco el amor ni la ausencia de dolor por si solos eran garantía de felicidad.
Lo importante estaba en seguir un rumbo. El de los sueños más profundos. El maestro decía, con sabiduría, que siempre se puede ir en un rumbo, porque es un camino. En los caminos no importa la distancia que se haya recorrido. Importa estar en camino. Y Carl estaba en una etapa de análisis profundo de su vida, de cuestionamiento de viejos, profundos mandatos que tenía internalizados a tal punto que nunca los había cuestionado.
Con treinta y cinco años tenía bastante vida por delante. Se había perdido pero había corregido el rumbo.
Después de observarse mucho se conocía más, sabiendo lo mejor y lo peor de sí mismo.
El pacto con Janet era compartirlo todo. Hacer el breve camino de la vida juntos, transitar ese breve tiempo y espacio individual de la mano. Para enfrentar después lo irreversible de la muerte pudiendo decir “he vivido con intensidad”.
Se sentía un tipo afortunado, la mujer soñada parecía ser esta. Los milagros religiosos no existirían pero sí las casualidades y la buena suerte. Podía atestiguarlo.
Despacio sintió la fuerza instalándose en su personalidad. Llenando las grietas de lo que estaba maltrecho: sus ganas de transitar lo que le quedaba de vida por el camino de los sueños.
Llenó los pulmones de brisa nocturna con una tranquila resolución. Salió de la barraca y caminando con paso decidido se acercó donde el Comandante tenía sus oficinas.
Los oficiales se sorprendieron de verlo allí y mascullaron algo entre sí. A Carl no le importó, a el tampoco le caían bien. Se acercó al Ayudante del Comandante, que al verlo le lanzó una mirada de sorpresa y burla ¿Habría sido el que envenenó a su perro? Nunca lo sabría con certeza.
¾Necesito hablar con el comandante
¾¿El motivo?
¾Personal.
El ayudante arqueó una ceja divertido mientras levantaba el intercomunicador.
¾¿Qué le hace pensar que voy a dejar que un comunista abandone la isla?¾ la voz potente de Rappaport retumbó en el despacho.
¾El sentido común.
¾Explíquese.
¾Hay periodistas del Times en la isla. Tienen mucha mierda frente a sus narices que todavía no han visto.
¾No comprendo.
¾Les ha mentido a los aldeanos. No podrán regresar, la relocalización no es temporal sino definitiva. Todos lo sabemos, solo hace falta alguien que hable y los alborote. Yo puedo ser esa persona, no tiene manera de impedirlo.
¾Puedo hacerlo detener ahora mismo.
¾No, no puede. Exactamente dentro de dos horas sale un C34 rumbo a Kwajalein. Quiero ir en ese vuelo, y que me garantice que pueda viajar a Hawai una vez allí. Además quiero que no se me abra una investigación por parte del Comité de Actividades Antinorteamericanas a instancias suyas.
¾¿Porqué habría de dejarlo ir?
¾Hice entrega de una carta al periodista en sobre cerrado y obtuve una promesa por escrito de que en caso de ser detenido la carta fuese abierta en presencia de los periodistas ¿quiere saber que dice?
El repentino paso a la ofensiva de Carl pilló de sorpresa al Comandante que había esperado un ruego para que lo dejaran partir, ahora que Holloway había levantado la veda para apresarlo. No se movió ni habló solo lo miró de frente durante unos segundos pensando a toda velocidad.
¾No saldrá de la isla, haya lo que haya en esa carta.
¾Allí hay una denuncia formal sobre la relocalización de los isleños, donde se especifican todas las mentiras que les dijeron.
¾Es estúpido pensar que una denuncia me detendrá. Cuando salga a la luz estará encarcelado en manos de Joe McArthy en San Francisco. Créame, podremos explicar lo que usted cree son noticias periodísticas. El público no se interesa por un puñado de isleños. Solo le importa que el país esté bien defendido de rojos como usted.
¾No termina allí. Hay otra carta en poder de los isleños. Uno de ellos tiene una donde como científico les explico que nunca podrán volver a su isla y que todo lo que les dijeron es mentira. Tendrá un motín justo cuando los embarquen frente a los periodistas. Será un bonito espectáculo verlos arrastrados hacia las barcazas, con gritos, puñetazos y todo lo demás. ¿Suficiente?
¾No lo dejo ir con eso. Podemos pagar el precio político de ver a unos cuantos nativos patalear gritando. Todo el mundo sabe que es por su propio bien.
¾¿Y como manejará el tema de los congresistas? ¿Adivine a quien le envié otra carta para ser abierta en caso de que me encarcelen? Tendrá otro foco de conflicto allí, y todo por nada, por la somera posibilidad de que me encierren por espionaje. Jamás podrán probarme nada, me he pasado los últimos diez años de mi vida encerrado en Los Álamos trabajando en las bombas. Imagine los titulares del Times. ¿Que le parece este “científico encarcelado denuncia persecución”? O tal vez prefiera este otro “privación ilegal de la libertad en la Marina”. Le aseguro que su carrera no será la misma después del descalabro que armaré si me encarcela. Quisiera que memorice un concepto interesante: destrucción mutua asegurada.
¾¿Qué es eso?
¾Es lo que hay entre usted y yo. El vínculo que nos une. No puede destruirme sin riesgo de destruir su carrera también. Somos como dos escorpiones en una botella. Piénselo.
Carl dejó de hablar y los dos se quedaron en silencio. El militar lo estudiaba perplejo, pensando a toda velocidad.
Dos horas más tarde Carl miró por última vez a través del ojo de buey del avión de transporte militar C34. Los motores se forzaban al máximo durante el despegue. En el atolón que quedaba debajo las primeras luces se encendían ante la inminente oscuridad del anochecer. Partía para Kwajalein sin esposas en sus manos, libre al fin. No se llevaba nada, lo había perdido todo. No tenía derecho a que le pagaran el dinero que le debían. Antes de partir había firmado ante Marshall Holloway una renuncia indeclinable a reclamar indemnización contra el Laboratorio. También el pacto de confidencialidad de rutina donde se comprometía a no utilizar los conocimientos adquiridos en su trabajo guardando absoluto secreto.
Daba por perdida diez años de carrera en un lugar donde pronto podría ser ascendido a científico senior. Tampoco se llevaba a la mujer. No había tenido tiempo de contactarse con ella y despedirse. Solo le había escrito una nota dejándosela en la puerta de la barraca. “Nos vemos en Hawai en dos meses. Te buscaré. Espérame hasta entonces. Te amo. Carl”
Confiaba en que ella captara el mensaje. “El verdadero amor nunca impide que un hombre siga el camino de sus sueños” pensó. Y su camino ya no pasaba por el Laboratorio.
A cambio de todo aquello tenía su libertad. La posibilidad de encarar una nueva vida empezando otra vez de cero, pero haciendo ahora lo que amaba. Todo se le presentaba a solo unas horas de distancia.
El primero de Noviembre de 1952 el Sol salió sobre el Océano y el día se anunció con pocas nubes en el horizonte. Sería un día común y corriente para millones de personas. Solo una minúscula fracción de la humanidad tenía conocimiento del paso que el Grupo Panda estaba a punto de dar.
Por los altoparlantes Holloway carraspeó aclarándose su voz metálica . El sistema sufrió un acople y un chirrido penetrante hirió los oídos de los que esperaban en las cubiertas. Se escuchaba en el trasfondo una emisora comercial que los radio operadores no habían podido filtrar. Minutos después el Jefe anunció “CUENTA REGRESIVA COMENZANDO EN QUINCE MINUTOS” La estentórea voz quedó resonando en el silencio de la mañana. Nadie hablaba y el aire se podía cortar con un hilo. “TODOS LOS PRESENTES COLOCARSE ANTIPARRAS DE PROTECCIÓN. NO MIRAR DIRECTAMENTE LA EXPLOSIÓN. REPITO: NO MIRAR DIRECTAMENTE LA EXPLOSIÓN”.
Eran minutos interminables para los miembros del grupo Panda que se hallaban en cubierta. A medida que pasaban los minutos, los pocos que conversaban entre sí se fueron acallando. Los ajenos al equipo técnico pudieron sentir el nerviosismo que se extendía, como un cosquilleo en sus estómagos.
A bordo del Estes estaba todo dispuesto. Los científicos fueron los últimos en abandonar la isla. Querían calibrar hasta último momento el instrumental de medición y Holloway estaba en este último grupo. La hora de la explosión había sido fijada a las 7:50 de la mañana. Se trataba de una tradición en la corta vida de los test nucleares. Se hacían de mañana, siempre a las primeras horas del día o directamente a la madrugada.
Agotados, los últimos hombres abandonaron el atolón 3 horas antes de la prueba, en ese lapso de tiempo debían alejarse lo suficiente del Ground Zero, para que la prueba se hiciera sin peligro.
El Jefe del Laboratorio buscaba convencer a los políticos de que los aumentos presupuestarios eran necesarios. La innovación que salvaría al país de los rojos no sería gratis. El Presidente había dicho que ningún precio sería alto comparado con la alternativa de perder la carrera con los rusos.
Congresistas, gente de Washington, reporteros del New York Times, del Washington Post, y personal civil temblaban de excitación ante la inminencia de un espectáculo que según les habían prometido, sería único. Para ello habían viajado miles de kilómetros hasta ese punto perdido en la inmensidad del Océano.
En el cuerpo técnico el nerviosismo se notaba en los rostros tensos. Unos ayudantes distribuyeron entre los asistentes gruesas antiparras protectoras para los ojos, recubiertas con un filtro especial. Tan obscuras que a plena luz del día permitían mirar directamente al Sol sin enceguecerse. Un grueso elástico de caucho las sujetaba a la parte posterior de la cabeza y no podían ser usadas mucho tiempo, de lo contrario dejaban una marca en el rostro de la persona que las usaba.
La última reunión del equipo de trabajo tuvo lugar en el Puente de Mando del acorazado que navegaba seguido por la flotilla en zigzag. La Fuerza de Tareas Conjunta Nº 132 trataba de contrarrestar el viento para que no moviera los barcos. Una hora antes de la cuenta regresiva se emitió la orden de parar las máquinas y echar anclas de mar, para estar lo más estáticos posibles. Los barcos navegaban a distancia reglamentaria para evitar colisiones, con las luces reglamentarias y a través de la semi claridad del amanecer se distinguir tenuemente sus figuras.
Era un momento culminante para muchos en el staff científico de Los Álamos. Algunos como Holloway, podían pensar en un cómodo retiro, lleno de gloria y dinero si todo andaba bien. Ya no había tiempo de hacer modificaciones ni mejoras. Ahora solo quedaba esperar.
Cortando el aire, la misma voz metálica de Holloway que había crispado los nervios de todos, recomenzó, con más fuerza que antes, con tono muy pausado, hablando lentamente. “CUENTA REGRESIVA COMENZANDO. 10. 9. 8. 7. 6. 5. 4. 3. 2. 1. ¡FUEGO!”
Desde el puente de mando el propio Marshall Holloway oprimió una tecla. La señal de radio con la información de ignición salió propalada a miles de kilómetros en todas las direcciones hacia los cuatro puntos cardinales. En Elugelab una antena de metal de 30 metros de altura captó la señal y un interruptor se activó. Una serie de rápidos golpes secos conmovieron la estructura de Mike un segundo antes de que la reacción comenzase.
La señal pasó del interruptor eléctrico al núcleo de explosivos de alto poder que rodeaban el primario de plutonio. Una generación[iv] después la explosión se produjo y 90 trozos de plutonio se estrellaron entre sí en el centro común. Invisibles para un humano, que quedaría irremediablemente ciego en segundos si los mirara, una bola incandescente de Rayos X salió del núcleo del primario hacia abajo, donde ionizó el polietileno que llenaba las cavidades internas. A una velocidad imposible llegó a los tanques de deuterio que estaban debajo, atravesándolos en una exhalación, chocando con la bujía Sparkplug y rebotando tal como estaba previsto.
En una millonésima de segundo, una parte del deuterio pasó de una temperatura de –233 a 85 millones de grados centígrados. En alguna parte del proceso dos átomos de los miles de millones se fusionaron para convertirse en helio, iniciando una reacción en cadena incontrolable.
La carcasa exterior de Mike se volatilizó en infinitos pedazos no más grandes que una décima de milímetro. El hangar que contenía la estructura desapareció obliterado por el viento hirviente de la onda expansiva. Una fracción de tiempo después Elugelab, Flora y sus islas vecinas fueron convertidas en gas y polvo por una bola de fuego de cien millones de grados centígrados.
Enviadas hacia arriba, convertidas en gas incandescente, alcanzaron veinticinco mil metros en segundos. Siguieron subiendo más y más hasta llegar a las capas superiores de la estratosfera.
Desde el Estes vieron hacia el norte un fogonazo de luz blanca y brillante. Cegó a todos los que no habían seguido la indicación de ponerse de espaldas a la explosión. Durante los primeros segundos no hubo sonido alguno, solo luz. Todos ocultaron el rostro con los antebrazos, a pesar de las antiparras. Siete segundos después la luz se disipó parcialmente y se vio la enorme bola de fuego expandiéndose a una velocidad imponente hacia los costados, ascendiendo con velocidad hacia el cielo. Todo ello en el más absoluto silencio, porque el sonido parecía tardar una infinidad en llegar. Se había calculado previamente lo que tardarían las ondas de sonido en cubrir la distancia entre Elugelab y la Flota, alrededor de ciento veinte segundos.
La bola de fuego engulló las islas del Norte del Atolón. Desde donde ellos estaban no pudieron ver más. Cuando llegó, fue como el sonido del juicio final o del Armagedón, estremecedor, grave, prolongado, indescriptible.
El viento caliente los alcanzó instantes después y quedaron petrificados por la incredulidad que les produjo el aire hirviente dándoles de lleno sobre el rostro. Algunos murmuraron, como si fuera una injusticia: ¡imposible, estamos 48 kilómetros!
A medida que la luz de la explosión cambiaba de forma vieron el gigantesco hongo elevarse más de veinticinco kilómetros sobre el nivel del mar.
El coral volatilizado le dio una coloración blanca al hongo que nadie había visto en las explosiones anteriores. Minutos después de la explosión nadie hablaba. Los hombres estaban en trance, aturdidos por el rugido de Mike. Varios segundos después todavía resonaba en el aire y no podía precisarse si por una cuestión de eco, o por efecto del aturdimiento mismo.
Sobrecogidos por el espectáculo Carson Mark y Marshall Holloway se fundieron en un abrazo extenuados y emocionados. Se trataba de un momento que recordarían de por vida. Ya se habían asegurado un lugar en los libros de historia. Gracias a ellos el mundo había comenzado a transitar por la era termonuclear.
En Kwajalein, descalzo sobre la playa Carl miró el reloj una vez más. Sentía el mismo nerviosismo que hubiese sentido en Eniwetok, a pesar de no pertenecer más al Grupo Panda. Ahora otros usufructuarían del producto de su trabajo, sobre el cual no tenía control. No le importó. Quería ver era el resplandor en el horizonte del último día con dos soles que vería en su vida.
Más allá de su condición de desempleado sintió una felicidad de base, sin ninguna razón aparente. La alegría de estar vivo en ese lugar lo transportó, y haciéndole ver que los momentos difíciles pasados eran necesarios. Gracias a esos momentos él vivía ese instante.
Disfrutándose a lo grande, tuvo ganas de que no terminara más. Que la realidad tal como él la percibía no se perdiera en la mañana. Algo le dijo en el fondo de su corazón “Eso no lo puedes perder porque lo llevas contigo a donde quiera que vayas. No está en ningún lugar, simplemente existe. Permítete sentirlo de vez en cuando.”
Tranquilo y feliz, pero sin euforia caminó hacia la costa del Mar. Tocó el agua con la punta de los dedos, estaba tibia y cálida como siempre en esas latitudes. Se arrodilló y se lavó con fuerza la cara, temblando ante el contacto del fluido líquido que era vida y del cual soñaba algún día sacar energía.
Volvió sobre sus pasos hasta la galería y tomó de la hamaca el cuaderno con apuntes manchado de grasa y polvo y escribió: “La vida no se detiene. En el segundo que nos estamos reprochando una oportunidad perdida, otra pasa frente a nosotros.”
A la hora exacta el cielo se iluminó con un fuerte destello de luz hacia el norte. Los otros militares de la Base Aérea de Kwajalein que esperaban para ver la explosión gritaron. Algunos se persignaron, temerosos de lo que estaban observando.
Al tiempo que veían la luminosidad en el horizonte la radio del destacamento se silenció instantáneamente. La descarga de estática proveniente del Pulso Electro Magnético inutilizaba todo instrumento electrónico alrededor de la explosión.
A doscientos kilómetros del Ground Zero, desde donde la curvatura de la tierra apenas permitía ver la parte superior del hongo, el fuerte resplandor de Mike iluminó el rostro de Carl durante más de un minuto. Aún a esa distancia hubiera herido sus pupilas si no hubiera antepuesto su antebrazo. No fue como él esperaba que fuera, lo mismo que mirar al Sol.
¾Es más brillante que el Sol¾ dijo un oficial al lado suyo.
Carl asintió con la cabeza en silencio, emocionado. El otro no lo conocía ni sabía su grado de involucramiento con lo que pasaba en Eniwetok.
Una vez que la luz de la explosión se extinguió fue posible mirar el gigantesco hongo elevarse con violencia hacia el espació sideral, muy por encima de las nubes. Mientras los otros militares comentaban entre sí esperó que la onda sísmica llegase, a una velocidad de miles de kilómetros por hora. Corrió hacia el sismógrafo que estaba a unos metros de la playa.
Miró la cinta de papel que se movía en el rodillo. Los bolígrafos que dibujaban la línea perdieron la inmovilidad e indicaron un movimiento del suelo, similar a un terremoto. Carl sabía que alrededor del mundo otros sismógrafos similares registrarían con precisión la onda sísmica que se desplazaba en todas direcciones a través de la corteza terrestre. Mediante complejos cálculos podía calcularse la potencia de la explosión, aunque no sería necesario. Aún sin verlos por la distancia, Carl se imaginó una ruidosa nube de B29 snifadores atravesando el gigantesco hongo para tomar muestras atmosféricas del coral volatilizado. Mas tarde se harían las pruebas radiológicas de potencia.
Mike había funcionado. Carl no pudo ni quiso reprimir el sentimiento ambivalente que lo invadió. El bebé era tan suyo como de los demás. Eso nadie podría cambiarlo. Miró hacia el horizonte donde una nube mucho más alta que las demás indicaba que kilómetros abajo había explotado Mike y aspiró profundo. Ya no sería el mismo a partir de esa mañana. Y el mundo tampoco.
Epilogo
Dos meses después de llegar a Hawai, Janet caminaba distraídamente por el centro de Honululu, disfrutando de su franco del sábado. Cruzó a la acera contraria para ver la cartelera del cine. Darían Casablanca esa semana. Después se dirigió a la costanera marítima a observar la puesta de Sol, espectáculo que congregaba a miles de personas. Permaneció apartada de la multitud esperando que se ocultase detrás del horizonte.
Un extraño la tomó del brazo. Asustada se dio vuelta y vio a un sujeto con anteojos obscuros. Era Carl Wessler que sonreía tostado, prolijamente peinado y afeitado.
¾¿Qué haces aquí?
¾Te buscaba a ti.
Janet se quedó mirándolo unos segundos, recapacitando todo lo que habían vivido.
¾No fuiste capaz de despedirte, te fuiste sin más.
¾No pude. Tuve que salir de la isla a las apuradas. Te lo explicaré mas tarde ¾ dijo.
No se atrevió a abrazarla por miedo a que lo rechazara. Indecisos se miraron hasta que ella hizo un ademán de acercamiento. El la tomó del hombro y ella lo abrazó hundiéndose en su pecho, cubierto de bello, donde la camisa hawaiana estaba desprendida hasta la mitad. Ambos sintieron un alivio inmediato y abrieron sus fosas nasales para aspirar el aroma del otro. Después habría tiempo para explicaciones, pero primero venían los abrazos y los besos.
En la habitación del hotel frente al mar, mientras bebían champagne él le contó como había logrado salir de Eniwetok, evitando ser encarcelado por el Comandante. También le contaría de su posterior viaje a Europa, de cómo había contactado a personas interesadas en sus servicios como “consultor técnico”. Le mencionaría de un viaje a Ginebra, Suiza, y una cuenta numerada en el Credit Suisse donde descansaban tres millones de dólares a nombre suyo.
¾¿Porqué lo hiciste, porque le vendiste los secretos a los rusos? ¿Por dinero?
¾No, aunque podría haber sido una buena razón. Tres millones de dólares bien valen un poco de riesgo. ¿No crees?¾ ella lo miró sin entender, tratando de adivinar a que se refería.
¾Lo hice para alejar la posibilidad de una tercera guerra mundial¾ dijo poniéndose serio. Después le explicó con detalle los papers reservados de Curtiss LeMay que había tenido la oportunidad de leer. Ella se sorprendió de saber que se barajaba la posibilidad de lanzar el “Sunday Punch” contra la Unión Soviética. Millones de seres humanos morirían en un ataque preventivo lanzado por Estados Unidos, valiéndose de su superioridad militar.
¾Los rusos tarde o temprano alcanzarán un diseño viable de Bomba H pero para entonces LeMay quizá sume adeptos para su idea de atacar preventivamente. Lo que hice fue acelerar el proceso de equilibrio. Y me pagaron una montaña de dólares a cambio.
¾¿No tienes miedo de que te ejecuten por espionaje?
¾Tomé todas las precauciones posibles. No tendrán manera de probármelo, es la palabra de ellos contra la mía. Desde luego siempre hay riesgo en la vida, lo tengo asumido.
¾¿Cómo te pusiste en contacto con ellos?
¾Me contactó el residente de la NKVD en Eniwetok.
¾¿En la isla? ¿Estás bromeando? ¿Quién era?
¾El periodista del Times. Cuando me mostró la portada del diario donde vi que habían destituido a Oppie por negarse a trabajar en la Super algo me hizo un click en la cabeza. Me di cuenta de que estábamos metidos en una trampa de la cual no podíamos salir. Que Joe Mcarthy no era diferente de Lavrenti Beria. Que nos estábamos convirtiendo en lo que queríamos evitar, matando la libertad en nombre de la libertad. Convirtiéndonos en una sociedad estalinista para salvarnos de Stalin.
¾¿Porqué metieron los rusos un hombre en la isla?
¾Venían monitoreando el Laboratorio desde la época del Proyecto Manhattan. Sabían que cundiría una oleada de descontento cuando se conociera la suerte de Oppie. Y lograron ubicar al tipo en el tiempo y lugar apropiado. Lo encontré en la cantina de Duffy con el ejemplar del día de la destitución.
¾Pero los diarios del día no llegaban a la isla. Estaba prohibido.
¾Los del día no. Pero él necesitaba un solo ejemplar. No sé como hizo para sortear los controles de ingreso, pero lo logró. Después de ese contacto inicial volvió a reunirse conmigo y me fue sugiriendo la posibilidad de abandonar Los Álamos, en lo que estuve de acuerdo. El paso siguiente fue insinuarme que estaba interesado en lo que yo sabía de la configuración Teller-Ulam para la Bomba H.
¾¿Así directamente?
¾Utilizamos miles de elipsis y metáforas. Hablamos sin nombrar en ningún momento a los rusos ni hacer referencia a algo así como espionaje. En un momento me preguntó si estaba dispuesto viajar a Europa para contactar con personas interesadas en una “asesoría técnica” en fusión. Le di el sí y me dio indicaciones para contactarlo una vez fuera. Solo quedaba salir del atolón sin ser encarcelado, nada fácil. Podía renunciar a mi puesto de Los Álamos pero hubiera despertado sospechas. Tenía que lograr que me despidieran ellos, por incompetente.
¾Eras uno de los que más sabía de la bomba ¿Porqué te expulsarían?
¾Ahí se me ocurrió lo del alcohol. Todos sabían lo que me gustaba beber cervezas por la noche. Solo tenía que exagerar, tomar de más y aparecer borracho a cualquier hora del día. Motivos para ser un alcohólico no me faltaban, todos sabían como sufría mi soledad en la isla. Mis compañeros tenían familias, contención, cosas que a mí me faltaban. Sería lógico suponer que estaba un poco más inestable que el resto, y que en una de esas, se me había volado una chaveta.
¾Después vino lo de la escuela.
¾Tuve varias razones para meterme de profesor. La primera eras tú. No sabía como acercarme. Tenía la intuición de que podrías interesarte en mi, me di cuenta que no te gustaban los militares y quise hacer el intento. Pensé en solicitarte una entrevista individual como psiquiatra pero lo descarté. A pesar de mis problemas sabía que no estaba loco y no quería que tuvieras esa impresión de mí.
¾¿Te metiste en la escuela para contactarme?
¾Inicialmente sí. Después a medida que planificaba la salida me di cuenta que podía darle otros usos, que sería una buena forma de contactar a los isleños y tener así un elemento más de presión para negociar con el Comandante.
¾¿Que fue todo aquello de la religión? ¿Lo planificaste?
¾No. Pero me vino bien de todos modos. Me salió naturalmente provocar cuando el alumno me desafió a explicar mis ideas. Una vez que metí la pata me di cuenta de que ponerme de puntas con el Comandante me ayudaría a presionarlo para dejarme ir.
¾No entiendo.
¾Sabía que era un tipo ambicioso. Que su prioridad sería su carrera. Me puse en su lugar y descubrí que si usaba el sentido común me dejaría ir. Lo contrario hubiera sido ponerse en riesgo por la posibilidad de verme encarcelado. Algo que no le significaría ninguna ventaja especial. Le ofrecí la posibilidad de dejarme ir, evitándose una potencial fuente de conflicto.
¾No puedo creer que un tipo así se dejara chantajear ¿Qué pasaba si no te dejaba ir?
¾Probablemente ahora estaría preso. Las cartas con las que lo amenacé no existían, no tuve tal poder de previsión. Sin embargo aquí estoy.
¾Lo amenazaste con varios frentes abiertos. La escuela, los isleños, los periodistas.
¾Y falta un elemento. El amor, la atracción.
¾¿Que quieres decir?
¾El tipo no lo dijo pero estoy seguro de que tenía la esperanza de que sacándome de la isla tendría tiempo para intentar llegar a ti. Lo que efectivamente ocurrió.
¾¿No tenías miedo de perderme? ¿Tan seguro estabas de que no le daría el sí a un Comandante de la Marina?
¾ Tuve que arriesgarme. No resistía más en el Laboratorio. Tenía que salirme de una forma u otra y el amor que siento por ti no hubiera compensado las amarguras a la que estaba sometido allí. Si lo que sentías por mí era fuerte, resistirías el asedio. Si quieres verlo de esta manera, fue una prueba de amor.
¾No lo creo¾ dijo ella y se tiró en la cama. Por un día era demasiada información para procesar.
¾¿Cómo manejaste el tema del dinero?¾ le preguntó al día siguiente. Se habían levantado y estaban desayunando en la habitación. En una gran bandeja, al lado del balcón se amontonaban frutas tropicales, café, jugos, todo que el Honululu Inn consideraba indispensable para un buen servicio. Carl todavía estaba en la frontera del sueño, la noche anterior había hecho el amor hasta el amanecer. A las once de la mañana todavía tenía la mente embotada, se sirvió una taza de café y con un sándwich en la mano se tomó unos sorbos, después habló lentamente.
¾Lo pensé detalladamente. Primero elegí un lugar como Suiza para los encuentros. Neutral y con una larga tradición de secreto bancario. Solo accedí a reunirme con Igor Kurchatov en persona. Le aclaré que si se presentaba otra persona llamaría a la seguridad del hotel o a la Policía Suiza. Solo hablaría con el jefe de los científicos soviéticos. No aceptaría nadie que no fuera el. No lo conocía personalmente pero en Los Álamos sabíamos por reportes de inteligencia la clase de persona de que se trataba, sensible, capaz, parecido en su forma de ser a Oppie.
¾¿Cómo sabes que te reuniste con él y no con otra persona?
¾Por una fotografía de inteligencia que nos mostraron. Era un tipo barbudo. Cuando me reuní en el hotel estaba igual. Una vez que estuvo acordada la modalidad del encuentro quedaba el espinoso tema de la contraprestación dineraria por mi “asesoría”. La forma más segura de hacerme del dinero era a través de una transferencia bancaria. Averigüé en qué bancos suizos se podía abrir una cuenta numerada cuya titularidad fuera conocida solo por el titular y por algunos empleados, no más de tres o cuatro. Por mil dólares pude abrirla, es el costo administrativo de apertura. Quedaba el tema del monto de mi contraprestación, que fue objeto de arduas discusiones. ¿Cuánto valen las indicaciones detalladas para un diseño viable de Bomba H? No hay precio de mercado para eso, es imposible tasarlo. No sabía cuanto pedir.
Carl hizo una pausa estudiada y tomó un sorbo de jugo de naranja exprimido
¾¿Entonces?
¾Les pedí diez millones de dólares.
Janet estaba tomando café y casi se atragantó.
¾¡Diez millones! ¿Estas loco?
¾Mas o menos ¾dijo Carl riendo.
¾¿Por qué diez millones y no veinte?
¾Fue la cifra que se me ocurrió para empezar a hablar. El periodista me dijo después de un par de encuentros que la oferta eran cinco millones. Casi todo el presupuesto en moneda extranjera que tenía asignado para operaciones el servicio secreto soviético en ese momento. Y acepté.
¾¿Y entonces?
¾Les di el número de mi cuenta. Les dije que esperaría su transferencia para reunirme con Kurchatov. Me quedé esperando en el hotel, preocupándome por mis ahorros que estaban menguando rápidamente. Al tercer día fui al banco, me reuní con el ejecutivo de cuenta que me confirmó que esa mañana había recibido una transferencia de tres millones. Cuando volví al hotel me contactó el periodista y quedamos en que nos reuniríamos al día siguiente.
¾¿Cómo fue el encuentro?
¾Parecido a lo que estamos viviendo ahora. El tipo subió a la habitación a las nueve de la mañana. Estuvimos todo el día haciendo diagramas, como viejos amigos, a pesar de su inglés dificil. Al mediodía pedimos a la conserjería un almuerzo y seguimos trabajando toda la tarde con la ayuda de una jarra de café. Teníamos muchos temas de los cuales hablar. Una condición que impuse fue que no habría dibujos de mi puño y letra, así que todos los realizó él por indicación mía. Llenó más de cuarenta hojas de cuadernillo con indicaciones técnicas sobre la configuración de Mike. Le explique que la compresión del secundario se lograba a través del flujo de Rayos X que salía del primario. Me dio la impresión de que además de ser un tipo capaz, tenía la intuición de que algo así podía funcionar. Están solo unos años de desarrollo detrás nuestro. Lo que hice fue ahorrarles bastante trabajo. Ahora solo tienen que construir el dispositivo según las especificaciones aproximadas que yo les di. Después habrá tiempo para refinamientos.
¾Un momento. ¿Porque te depositaron tres millones y no cinco?
¾Esa fue una sorpresa del encuentro.
¾No entiendo.
¾Yo tampoco entendí al principio. Me costó darme cuenta. El periodista y Kurchatov decidieron quedarse con un millón cada uno, depositados en otras cuentas del banco. Me comprometí a confirmar, en caso de ser contactado por los rusos, que mi pago fue de cinco millones y no tres como fue en realidad. Entendí de lo que hablaban y acepté de inmediato. Al parecer en todos lados se cuecen habas ¿No te parece, camarada?
Carl volvió a reír divertido y ella meneó su cabeza en un gesto de asombro e incredulidad.
¾Déjame adivinar. ¿También fuiste tú quien habló con Henchi Balos?
¾Acertaste. Dijo que se había enterado de la suerte de los bikinianos en Majuro. Pero fui yo el que le advirtió lo que vendría. No pude contenerme de decirle lo que sabía a ese tipo. Al final, como otras imprudencias mías, no salió tan mal.
Los dos se quedaron pensativos. Aquel pueblo quedaba a merced de lo que decidieran los burócratas de la Marina. Ellos no tenían la capacidad de ayudarlos.
¾Dos escorpiones en una botella. No puedo lastimarte sin lastimarme. En eso consiste la teoría del equilibrio mundial de poderes, de la cual soy autor y hasta ahora único seguidor. A pesar de lo que dijo Rappaport no soy comunista y nunca lo fui. Me parece un sistema anulador de la libertad.
Mientras ella lo escuchaba extasiada le contó la conclusión a la que había llegado mientras trabajaba en la Bomba H. Se había dado cuenta que a través de una convergencia de misiles con miniaturización de ojivas se llegaría a un estadio en el cual ninguno podría pensar en atacar al otro sin ponerse en riesgo a sí mismo.
¾Sé perfectamente que no es la solución ideal. Pero es la solución posible con los medios que tenemos hoy día. Me costó bastante darme cuenta, pero el mundo es un lugar bastante hostil. Las soluciones que encontremos tienen que ser realistas y esta lo es. Me di cuenta de ello la noche que hablé con Carson Mark. Me asustó que tipos sin escrúpulos convencieran al presidente de ordenar un ataque preventivo. Aunque te parezca mentira la guerra es un negocio para miles de personas que viven de eso. Me aseguré que Kurchatov tuviera diagramas detallados de Mike, para que el equilibrio de fuerzas se alcance lo antes posible. Él es consciente de las consecuencias de una guerra y de la necesidad de alcanzar un equilibrio cuanto antes.
¾¿Realmente piensas que no habrá mas guerra con lo que hiciste?
¾Conflictos regionales puede haber. Pero las posibilidades de una Tercera Guerra Mundial estarán más lejos cuanto más balanceadas estén las fuerzas de los adversarios. Es pura matemática.
¾¿No sería mejor trabajar para abolir las armas antes que pasarles secretos a los rusos?
¾Las armas nucleares sirven para muchos propósitos. Como el de mantener la paz. En el estadio actual de evolución del hombre no hay otra salida que el equilibrio de fuerzas. Quizás el día de mañana la especie humana modifique sus prioridades. Entonces las armas sobrarán. Pero ahora las necesitamos, por eso las fabricamos. La evolución va lentamente, paso por paso, sin saltearse ninguno. Tenemos que pasar por esta etapa como pasaporte a un mundo mejor.
¾¿No es una perspectiva deprimente?
¾Depende de donde lo mires. Debemos dejar de jugar a juegos de suma cero, donde para que uno gane el otro deba perder. Gran parte del talento y de la energía de la humanidad se ha gastado en este tipo de cosas. Cuando seamos capaces de darnos cuenta que nada ganamos atacándonos entre nosotros daremos un salto delante de proporciones. Imagínate un mundo utópico en el que la mayoría de la población esté abocada a cumplir sus sueños. Donde la gente tenga empleos creativos y productivos. La ciencia avanzaría a pasos agigantados. Sin países de por medio no habría duplicación de funciones, sería todo avance. Pero para llegar a eso nos falta mucho. Debemos empezar por conocernos a nosotros mismos. Después iremos por la conquista del cosmos, por el dominio de las enfermedades, por la prolongación de la vida. Estos son nuestros primeros pasos. La Bomba H aumentará lo ilógico de una situación de guerra, de confrontación. Es en cierto sentido un límite natural, casi infranqueable para locuras expansionistas. Es difícil que alguna vez el hombre pueda volver a construir un arma igual. Lo que hice es dar un paso hacia un mundo mejor.
¾¿Quieres decir que te hiciste despedir de Los Álamos a propósito?¿Qué todo fue adrede?
Carl no le contestó pero una sonrisa se dibujó en su rostro mientras tomaba Dom Perignon en una copa de cristal.
Acostados en la cama le narró el sueño que no había podido todavía cumplir, de aplicar sus conocimientos en algo constructivo de uso civil. Le habló de las excitantes perspectivas teóricas de la fusión en frío, proceso que de ser dominado liberaría definitivamente al hombre de la dependencia energética. Le habló del hidrógeno como reemplazante de los combustibles fósiles, una fuente inagotable de energía, renovable y no contaminante. Se paró de la cama donde estaban acostados envueltos en sábanas de raso blanco, fue hasta el baño en suite, tomó un vaso y abriendo el grifo del lavatorio lo llenó de agua. Después volvió hacia la cama, completamente desnudo, con un paso firme y desinhibido.
¾¿Ves este vaso de agua? Si algún día pudiésemos sacar eficientemente la energía que encierra, resolveríamos la mayoría de los problemas que nos aquejan como especie. Con el se puede mover maquinaria, hacer volar cohetes rumbo al espacio, todos los usos que puedas imaginarte.
¾También se pueden hacer bombas de hidrógeno¾ le dijo ella poniéndose sería por un momento.
¾Si, también, pero yo ya no estoy en ese negocio¾ dijo sonriendo feliz, mostrando sus dientes blancos que contrastaban con el rostro bronceado.
¾Es más. Creo que conseguí el trabajo de mis sueños. Me reuní con Ernest Von Braun en White Sands. Me convertiré en contratista de la nueva agencia federal recién creada que coordinará la actividad espacial. Se llamará NASA. Están interesados en lo que sé sobre el hidrógeno como combustible para cohetes. Aunque te parezca mentira tienen el lejano proyecto de llevar el hombre a la Luna en algún momento. Quiero estar ahí cuando eso ocurra. Quiero ser parte de esa epopeya. La exploración espacial nos unirá como especie. Desde allí arriba nuestros descendientes algún día tendrán la sabiduría de dejar de lado conceptos arcaicos como el nacionalismo. Puede tardar cien, doscientos o quinientos años, pero tarde o temprano el hombre querrá trascender la atmósfera terrestre, lanzándose hacia la inmensidad. Nuestro imperativo biológico es siempre avanzar, nunca retroceder. La vida siempre busca expandirse. Es una antorcha que va de mano en mano hacia el infinito, hacia lo desconocido, hacia el futuro. Es el misterio. Es la ley de Dios.
Después le siguío hablando de sus proyectos largamente acariciados, como el de tratar de aprovechar sus conocimientos para beneficio de la humanidad. De la vida que había proyectado junto a ella, de sus ganas de formar una familia. Se dieron cuenta que se habían buscado toda la vida sin conocerse y que la búsqueda parecía haber llegado a su fin. Salieron al balcón mirando al noroeste, en dirección al mar abierto. Mas allá del bullicio de la ciudad donde los Cadillacs lustrosos hacían sonar sus bocinas, la luna proyectaba su resplandor sobre la superficie ondulante del Mar. Carl aspiró la brisa nocturna. Sintiendo nuevamente el misterio de estar en camino y en la dirección correcta.
Nota del Autor
Esta historia está basada en hechos históricos reales. Utilicé los nombres de algunas de las personas involucradas en la construcción de la primera Bomba H. Marshall Holloway, Carson Mark e Igor Kurchatov son algunas de esas personas. De ellos debo aclarar que reconstruí su participación en forma libre, sin ningún rigor histórico. Los planes estratégicos para lanzar el “Sunday Punch” efectivamente existieron.
Ivy Mike fue detonada a nivel del suelo el 1/11/52 en Elugelab en el extremo norte del atolón de Eniwetok[v]. Con una potencia de 10.4 megatones [vi] fue casi mil veces más poderosa que la rudimentaria Little Boy que destruyó Hiroshima[vii].
Ochenta millones de toneladas de coral, arena y agua de mar fueron vaporizadas por una explosión que momentáneamente creó cada elemento existente en el universo. También esparció otros de origen artificial como un elemento transuránico numerado con el 100 en la escala de Mendeleiev y bautizado como Fermio en honor a Enrico Fermi[viii].
Generó una bola de fuego de 5 kilómetros de circunferencia. Obliteró Elugelab dejando un cráter de dos kilómetros de ancho y cincuenta metros de profundidad en el atolón, que se llenó violentamente con agua de mar.
Todavía puede observarse claramente en la laguna de Eniwetok con su color azul oscuro haciendo contraste con el turquesa de las aguas menos profundas que lo rodean.
Aunque no está comprobado, es probable que alguien de Los Alamos haya pasado información sobre Mike al bloque soviético, que logró tener su propia Bomba H en 1954. De esa fecha en adelante nunca más se habló de “Sunday Punch” y la guerra entre las superpotencias no se produjo.
BIBLIOGRAFÍA
· Dark Sun, The Making of the Hidrogen Bomb, de Richard Rodhes, 1995, Touchstone Books.
· Nuclear Weapons F.A.Q. de Carey Sublette: www.fas.org/nuke/hew/
· Bikini Atoll Web Site: www.bikiniatoll.com
· A Brief History of Time de Stephen Hawking.
· The World as I see It de Albert Einstein.
· Atomic Veterans History Project: http://www.aracnet.com/~pdxavets/
· Hojas de Ruta de Jorge Bucay, 2001, Editorial Sudamericana y Del Nuevo Extremo.
· El Alquimista de Paulo Coelho.
· Los Rectos Medios de Vida, de Jiddu Krishnarmurti Editorial Planeta, Biblioteca Krishnarmurti, Bs. As 1993.
· The Bulletin of the Atomic Scients www.thebulletin.org
· Viaje a Través del Universo. Colección de Time-Life Books. Edición en Español de la Editorial Folio, Barcelona.
Notas al Pie
[i] La cuarta y quinta detonación atómica de la historia se conocieron por su nombre en código respectivamente Able y Baker y formaron parte de la Operación Crossroads llevada a cabo en el Atolón Bikini, en 1946.
[ii] Metropolitan and Neuman Invent Awful Contraption (Horrible Armatoste invento de Metropolis y Neuman). Fue la antecesora directa de ENIAC, habitualmente señalada como la primera computadora del mundo.
[iii] En 1946 el Gobernador Militar de las Islas viajó hasta Bikini y reunió a la población para preguntarles si estaban dispuestos a dejar temporariamente la isla para que EE.UU. pudieran comenzar el programa de pruebas para “el bien de la humanidad y el fin de todas las guerras”. King Juda, entonces líder de los isleños, después de mucha deliberación y confusión por parte de todos, se paró y anunció solemnemente “nos vamos creyendo en que todo está en mandos de Dios”. En el año 2001 un Tribunal adjudicó quinientos millones de dólares en compensación, en un fallo que hizo historia. El tribunal, que fue creado por el Tratado entre las Islas Marshall y EEUU, no tiene fondos para pagar la sentencia. Los descendientes de los bikinianos esperan del Congreso de los Estados Unidos la ratificación del Tratado. Se espera que tome varios años y es incierto si los Estados Unidos honraran algún día su deuda con el pueblo de Bikini.
[iv] Fracción de segundo.
[v] El atolón de Eniwetok forma parte de las Islas Marshall, localizadas en lo que se conoce como Micronesia. EE.UU., detonó 43 armas nucleares allí, el atolón está lleno de cráteres. Un programa llamado Eniwetok Cleanup¾con un costó de 105 millones de dólares¾, tuvo lugar en los años setenta. Consistió en sacar todo el suelo superficial de las islas y depositarlo en un enorme cráter en la isla de Runit. Una vez que estuvo depositado todo el suelo allí se construyó un gigantesco sarcófago de hormigón armado para proteger los desechos nucleares y evitar que se dispersen. La estructura debe proteger un depósito que estará radioactivo durante 24.000 años.
[vi] Las armas desarrolladas en los años cincuenta y sesenta han sido en su mayoría retiradas de los arsenales y reemplazadas por otras más pequeñas, del orden de los 200 – 750 Kilotones.
[vii] Fue la primera Bomba de Hidrogeno y la primera que superó el Megatón. Pero no la más potente. En 1954 los americanos detonaron la bomba llamada en código Bravo. En 1962 los rusos detonaron sobre la isla de Nueva Zemla una bomba llamada “Tzar Bomb” que tuvo 58 megatones de potencia. Fue la bomba más potente jamás testeada. Algunos estudios sugieren que fue equivalente al 1 % de la energía del Sol. En 1963 un tratado internacional prohibió las pruebas nucleares atmosféricas. De allí en adelante todos los test fueron subterráneos. Si no se desatan guerras nucleares en el futuro los hongos atómicos de los años 60 los últimos que verá el hombre.
[viii] Enrico Fermi tuvo las primeras ideas de lo que sería la Bomba de Hidrógeno. En el año 1941, mientras trabajaban en el Proyecto Manhattan, el italiano comentó a su compañero de trabajo, el exiliado húngaro Edward Teller la idea que lo tenía en vilo desde hacia un tiempo: recrear las condiciones del Sol mediante un dispositivo artificial.
Después de tres años de meditación Edward Teller se dio cuenta que para sostener una reacción termonuclear serían necesarias grandes cantidades de tritio, isótopo del hidrógeno, material difícil de aislar y químicamente inestable. Esta comprobación echaba por tierra toda posibilidad de dar con la súper arma que ya para esa época había solicitado el Presidente Truman al cuerpo científico.
Basándose en los lineamientos de Teller, el matemático polaco Stanislaw Ulam se dio cuenta que la clave para lograr la fusión de los isótopos no estaba en la temperatura ni en la onda de choque. Para iniciar una reacción termonuclear similar a la que se da en el Sol la única posibilidad sería a través de la radiación de los Rayos X.
Trabajando mancomunadamente, Teller y Ulam escribieron el paper secreto titulado “Hidrodinamic Lenses and Radiation Mirrors” que tuvo repercusión en la hermética comunidad científica vinculada al proyecto, y que animaría a los demás científicos a seguir la investigación.
Con el tiempo Teller trató de adjudicarse la autoría de la idea, quitándole a Ulam el mérito de su aporte. El temperamento volcánico de Teller le hizo perder la confianza de la superioridad. Fundados en su inestabilidad psicológica, los jefes de Los Álamos decidieron relevarlo de la dirección de los trabajos. Una vez que el desarrollo teórico estuvo concluido, la tarea de desarrollar el dispositivo real se encomendó al staff permanente del Laboratorio.
Teller se ofuscó al ver que las cosas finalmente ocurrían sin él y esto lo llevó a decir que el dispositivo no funcionaría. Su antipatía personal por Marshall Holloway, quien a la postre fue designado jefe del Grupo Panda lo llevó a solicitar al Jefe de la AEC, la fundación de un segundo laboratorio nacional dedicado a la investigación sobre armas nucleares. Luego de resistir un tiempo aquel accedió al pedido y se fundó el otro laboratorio en Berkeley, California, que desde entonces se llama Laboratorio Nacional Lawrence Livermore. Los dos organismos compiten, entre otras cosas, por las partidas presupuestarias y por la paternidad de los descubrimientos científicos. Marshall Holloway, con menos vuelo teórico que Teller, pero más ejecutivo y práctico tuvo la responsabilidad de llevar adelante el proyecto en el cual los líderes de la nación depositaban sus expectativas. Una nación ajena a la trama de odios, conspiraciones y envidias que tenían lugar en Los Álamos, donde el recalcitrante Sol de Nuevo México cocía las habas de la comunidad científica.
El equipo que Marshall Holloway reunió para diseñar y construir la primera Bomba H, el Comité Panda se reunió por primera vez el 5 de Octubre de 1951, dos días después que la Casa Blanca anunciara la detección de una segunda explosión atómica soviética[viii].
Tenían menos de un año para diseñar y producir la primera Bomba H experimental.
Una decisión temprana e importante debía ser tomada, concerniente a qué combustible termonuclear usar. Litio deuteride era una opción. Deuterated amonia era otra. Deuterio líquido era una tercera. Cada una tenía sus ventajas y desventajas. Litio deuteride -LiD- sería el material más simple para manejar porque era sólido a temperatura ambiente, pero los científicos no sabían si funcionaría. Deuterated amonia era líquido a temperatura ambiente, pero al igual que el material anterior sus propiedades físicas no eran bien conocidas. En cambio, Los Álamos tenía un gran conocimiento del deuterio puro.
Parte de ese conocimiento venía del test Greenhouse. La desventaja del deuterio puro es que debía ser mantenido debajo del punto de hervor a – 250º grados centígrados para permanecer líquido.
Eso significaba que el artefacto debía incorporar sofisticado material aislante y un sistema de refrigeración criogénico. Fue claro desde el principio que el dispositivo sería grande. Debía albergar una bomba de fisión en un extremo, que actuaría como primario. A partir del Test Bravo, se empezaron a usar combustibles “secos” que eliminaron los grandes inconvenientes de los sistemas criogénicos y permitieron que las bombas fueran efectivamente transportables.
Mike tenía dos secciones separadas. El primario era una bomba de fisión nuclear que generaba la temperatura y radiación necesaria para que la fusión tuviera lugar. Solo un pequeño porcentaje de la energía liberada por la bomba de fisión se corporizaba en honda de choque. La mayoría de la energía se liberaba en forma de Rayos X de diversos espectros de onda de gran poder de penetración en los átomos de los demás cuerpos.
Usaba deuterio líquido como combustible de fisión. Fue un aparato de laboratorio montado en la isla que consistía en un tubo de 6 metros de alto por dos de ancho que pesaba alrededor de ochenta toneladas con una inmensa unidad criogénica. Fue armada en un hangar de trescientos metros cuadrados de ancho y de 18 metros de alto. El montaje comenzó en septiembre de 1952.
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